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Villadepalos
La
cocina berciana
de las cuatro estaciones y los doce meses
del año
Pincelada por
Francisco
Javier Prada Fernández
Estimado Pasqualino, (...). A nuestra amiga común Tuni le prometí que, en cuanto
dispusiese de la motivación y el tiempo necesarios, te haría partícipe de lo
poco que yo conozco de dicho arte por estas tierras del Bierzo, en el noroeste
ibérico.
De lo nuestro a la
alimentación dirigida.
Lo que de aquí salga son tan sólo retazos, pinceladas y
detalles de la humilde cocina tradicional berciana, y que se nutría de un
conjunto no muy extenso de vegetales y algunos animales, seleccionados durante
siglos para una economía de autoconsumo o de subsistencia[1]
Acompañaremos tales recuerdos, usando a veces la
terminología que conocimos desde nuestra infancia, sin olvidar algunos de los
modos, costumbres y tradiciones de las que fuimos testigos en aquel tiempo
lejano. De la misma manera, aprenderemos deliberadamente una colección de
proverbios, dichos y consejas que forman parte de la cultura popular y que le
servían como guía, aviso o referencia para todos los trabajos y obligaciones a
lo largo del año agrícola y cristiano. Se trata de una colección de refranes,
algunos muy conocidos y otros menos, que denotan una condición muy peculiar de
entender la vida, y aunque ya en desuso, pensamos que jamás deben desaparecer
por estar íntimamente ligados también a esa forma de pensar y de producir los
propios alimentos entre nuestras generaciones inmediatas. Pienso que se trata de
un patrimonio intangible, pero sagrado de quienes nos dieron la vida y nos
entregaron la tierra para cuidarla y que, por nuestra parte, tenemos la
obligación de legarla a su vez sana y fresca a quienes nos sucedan.
Infelizmente, aquellas formas de trabajar y de vida más
autónomas, desde hace ya unas décadas, se encuentran en franco retroceso y, a
medio plazo, nadie puede garantizar la supervivencia de dichas maneras y
costumbres seculares. Son las consecuencias de eso que, unos llaman progreso,
otros denominan globalización y, algunos, creemos que se trata de un
guillotinazo del pasado, de un progresivo empobrecimiento cultural y la
fagocitación de las experiencias y conocimientos de muchas centurias, por parte
de las grandes multinacionales de la infralimentación: los ‘burguers’, los ‘Mac’,
las ‘Colas’s y sus hijastros regionales. Dicho proceso depredador y
aniquilamiento del patrimonio sagrado de nuestros ancestros, en muchas
ocasiones, se ejecuta con la pasividad de nuestros dirigentes y, en otras, con
el beneplácito y complicidad expresos de los mismos.
Supongo que no te estaré contando nada novedoso, pero,
desde que España entró a formar parte de ese gran timo y que llaman unión
europea, el proceso antedicho se ha acelerado, al incrementarse, en proporción
inversa a los cultivos autóctonos, toda clase de híbridos foráneos, semillas
transgénicas y patrones extraños en todas las esferas agropecuarias, al tiempo
que se dictaba la sentencia de muerte de las explotaciones familiares en pro de
las grandes empresas industriales agrarias. Paralelamente, los magos de la
economía, han provocado el descenso de nuestra calidad alimenticia, a pesar de
que habían asegurado que, ¡con los cultivos transgénicos, iban a desaparecer las
hambrunas del planeta! Lo cierto es que ha sucedido exactamente lo contrario,
además de ser casi todos más dependientes de sus caprichos de rapiña, somos más
pobres y mengua la calidad de nuestras vidas.
Mas, como ciudadanos, residentes en eso que, también
falsamente, llaman países democráticos, hemos de asumir nuestra parte alícuota
en esta operación de acoso y derribo y de la catastrófica realidad que se nos
viene encima. Nuestros silencios, individualismos a ultranza, rutinas,
pasividad, obediencia ilimitada, y el suicidio masivo de nuestras presuntas
capacidades para la protesta, la acción conjunta, la imaginación y la
creatividad, han hecho posible que nos sirvan en bandeja de plástico fabricada
en Taiwán, una hamburguesa químico-plasticosa, procedente de vacas de
Centroeuropa, alimentadas con piensos cultivados con pesticidas de patente
yanqui o alemana, en el golfo de África, donde la gente muere de inanición,
adobado con seudopatatas llegadas de California, adornado tal pastiche con unas
hojitas de sucedáneo de lechuga que, inodoras, incoloras e insípidas, han nacido
en Marruecos o en El Ejido almeriense y, para comer de pie y engullirlo todo
rápidamente, nos deleitan con una Pepsi ó 7 Up ‘diet’ en envase alumínico o de
pvc llegados desde la Alemania reunificada y la India…
Lo del tiempo para el cafelito cada vez es más un
lujo burgués y los del cigarrillo ya lo tienen que encender a escondidas, como
cuando éramos niños…., al tiempo que nuestros estómagos engrosan sin piedad, y
en proceso invertido destruimos neuronas de manera irresistible…Y, sin tardanza,
¡otra vez para la oficina!
Volviendo a nuestra
tierra: el otoño.
Iniciaremos estas notas, si te parece, por lo que sucede en
el otoño con los productos que se recogen en esta estación y su preparación.
Esta es una temporada muy linda en la comarca, porque es la época de la
maduración de tantos frutos del campo, de la recolección de los mismos, de las
tardes de ensueño y melancolía, con la que nos envuelve la tibia luz del sol en
el equinoccio y la sinfonía de colores con los que se arropa la naturaleza en
los momentos en que se inicia la oxidación de las hojas: verdes mustios, rojos,
amarillos, violáceos, ocres, huesos, marfiles, etc., exhibiéndose en todo su
esplendor antes de iniciar su marcha hacia los parajes invernales, regalarnos
los sentidos, por última vez, recibir, acariciar y abrazar al señor del frío,
desnuda y fresca, cuando aquel entre por la puerta, para cobrar en especies tan
larga ausencia…
En septiembre alcanzan la maduración muchas hortalizas:
pimientos, tomates, ajos, judías, cebollas, y las últimas coles de verano,
zanahorias, lechugas..., se arrancan las patatas, se recogen muchas variedades
de manzanas como las calabazales, morro de liebre, camoesas o camuesas, tres
en conca, verde doncellas, las agustinas que eran muy rojas y de octubre,
reinetas tradicionales y, de entre los híbridos modernos, las golden, starkin,
granny smith, nuevas reineta, algunas clases de peras, como las don guindo,
carujas, pata de mulo (que, como eran muy ácidas, había que esperar un tiempo
para comerlas asadas o en compota), de rey, conferencias, ciruelas como la
claudia, reina claudia, anespath, papo de monxa...
Se recolectan los frutos secos, como nueces, almendras,
avellanas, que se terminaban de secar en los corredores, junto a los garbanzos,
los pedruelos
y judías secas , antes de majarlas, limpiarlas al venteo y guardarlas,
protegiéndolas de la luz y de los posibles parásitos y depredadores.
Las legumbres, con el pan y las patatas, eran alimento
básico para el invierno y parte de la primavera, pues con ellas se facturaban
los más diferentes cocidos o caldos, como se dice por aquí y, porque además, la
capacidad para conservar vegetales era entonces muy escasa. para su
conservación.
Se evitaban el gorgojo y una especie de polilla de las
legumbres secas y los cereales, derramando unas gotas de vinagre dentro del arca
o panera en la que se iban a guardar y, a medida que se iba llenando el
recipiente se esparcían las mismas gotas tras las diferentes capas.…
Un alimento singularísimo de esta época era asar en el
horno unos pimientos rojos y frescos. Por el pedúnculo que sujeta las semillas
se hacía una incisión perimetral, para extraerlas. Dentro se metía un pedacito
de unto con unos tacos de jamón o panceta. A continuación se taponaba el
orificio con el mismo rabo con semillas. Se horneaba, cuidando de darle vueltas
cada pocos minutos y, en 15 ó 20, ya estaba listo para la degustación. La cena
se completaba con el sempiterno y variopinto plato de caldo.
Si el tiempo no ha venido lluvioso, aún se pueden coger
los últimos higos, aunque con menos almíbar porque son afectados ya por las
noches largas y sus rocíos. Valen también las moras de moral y de zarzamora…
En septiembre se levanta la veda para las escopetas, dando
comienzo a la temporada de la caza. Algunos conejos, perdices, codornices y
otras aves menores podían engrosar la dieta de aquellos campesinos durante los
meses que podían cazar.
Pasada La Encina (8 de septiembre), el invierno
está encima.
Cuando comienza octubre se inician las labores de la
vendimia, que se alargarán durante todo el mes.
Lo primero que se escogen son las uvas que se van a secar
para comer en la Navidad y, como adobo dulce, para condimentar algunos platos.
Este año se vendimiaron unos 65 millones de kilos de uvas de gran calidad, pues
la prolongada sequía no afectó a las cepas, porque tiran la raíz pivotante muy
profunda.
De entre las variedades negras, la principal y de más grado
es la mencía, después vienen las garnachas y, de menor calidad, en franco
retroceso, el llamado vino de alicante, que se llama también de patal,
pues se cultiva en terrenos frescos y produce muchos kilos…Entre las variedades
de uva blanca, el godello es la de más valor y, por detrás, la valenciana,
jerez… Aunque la zona es muy pequeña, la denominación de origen Bierzo ha
elevado mucho la calidad y los cuidados vitivinícolas y más de 50 marcas,
algunas pertenecientes a pequeñas familias, hacen que nuestros vinos se conozcan
más cada año, dentro y fuera de Europa.
Treinta años atrás, cada familia berciana disponía de
viñedos para el consumo de la casa y en todas las bodegas se elaboraba vino para
todo el año y con el que se convidaba al recién llegado, fuese conocido o no;
pero, como otras tradiciones, ésta está también a punto de ser enterrada, como
consecuencia del avance de la agricultura capitalista, reflejada en el
paradigmático trasvase de la mayoría del antiguo viñedo, tradicionalmente en
manos de las familias, hacia las empresas industriales que, a gran escala, están
aterrizando por las laderas bajas, que en esta región miran al sur.
La víspera de la vendimia se preparaba sobre el carro de
las vacas el cestón de costilla de castaño y forrado con lona en su interior; en
él se transportaban los racimos cortados hasta el lagar. Las uvas se recogían en
cuadrillas, conformadas por la familia, vecinos y amigos.
La comida más frecuente para las viñas era una fiambrera
de pimientos asados cubiertos con tocino frito de primer plato y después se
comía un cocido de legumbres y verduras. Si la vendimia se prolongaba más días,
el primer plato se podía alternar con tortilla de patatas y ensalada de los
últimos pimientos frescos, sardinas en escabeche…Curiosamente, en muchos pueblos
de la comarca se sirve antes el plato que en otras zonas se come después.
El ama de la casa o una de sus hijas mayores eran las
encargadas de transportar la comida hasta el paraje convenido en la vendimia, de
la cava, de la siega, etc. Para este penoso traslado, las mujeres colocaban un
rodelo
en la cabeza y sobre él asentaban la perola o la cesta en la que llevaban la
comida.
Hace apenas 20 años, el vino se hacía con la fórmula
plurivarietal: en torno a un 60 ó 70 por ciento de mencía, 10-15 de jerez y
valenciana respectivamente, y un 5-10 por ciento de godello, garnacha y otras.
Decían aquellos viejos, artesanos del vino y de tantas otras artes, que de esa
forma el vino tomaba los aromas de todas las variedades, gustaba muchísimo y en
la proporción ideal se mezclaban tales , de forma que, al paladar y al resto de
los sentidos llegasen todas y, según ellos, aquellos vinos nada tenían que ver
con los actuales embotellados de la denominación de origen monovarietales, más
sosos, insípidos y mucho más caros. ¿Tendrán razón?
Muy lejos de España, la gente de Villadepalos sigue las tradiciones del pueblo.
Estamos en Mar del Plata, en un barrio residencial llamado Las Margaritas,
donde Tuni, Esther y Carlitos tienen su casa. En ayuda han venido Yoly y Emmy
desde Buenos Aires
Al concluir la vendimia, se comienzan a recoger las
castañas, por todos los pueblos y aldeas, muchas ya deshabitadas, de las
vertientes montañosas que miran al norte. Hasta la década de los 70 del siglo
pasado las castañas representaron un papel definitivo en la vida de los
bercianos, porque sus frutos
servían, tanto para el consumo de las personas y animales de estos pueblos, como
para la venta.
Los comerciantes de castañas en los tiempos duros sólo
llevaban la flor y, muchos, abusaban en el precio y en el peso, ya que la medida
que ellos traían equivalente a un cuartal, era mucho mayor y tenía bastante más
capacidad de los 12 kg. convenidos. Nadie reclamaba, so pena de ser represaliado
y que nadie le comprase las castañas, ni nada en el futuro. En aquellas fechas
ya lejanas, desde aquí se exportaban por Galicia muchas castañas a la Argentina
que, para no poca gente, era sinónimo de Buenos Aires. De las excelencias de
este alimento berciano dan fe muchas gentes de España y de fuera.
Hoy casi todo ha cambiado, pues la introducción del regadío
en la llanura de la comarca y la concentración de las parcelas en las zonas
bajas, motivaron la casi total desaparición de los castaños en la llanura. La
urbanización e industrialización, con la consiguiente despoblación del circo de
montañas
que rodean la planicie, los incendios que cada año arrasan muchos montes…, han
derivado, asimismo, en el drástico retroceso de los sotos de castaños en la
montaña media de la comarca.
El cultivo, cosechado, secado y comercialización de las
castañas, así como los usos culinarios de hoy, nada tienen que ver con lo que
sucedió antes de las emigraciones masivas de los aldeanos, iniciadas en los años
60…
En este mes se recogen las patatas seruendas.
Octubre era el mes de la sementera de los cereales, aunque en los pequeños
pueblos de mucha altitud se adelantaba.
En octubre siembra y cubre.
Por san Simón (28 de octubre) quita los bueyes del
timón.
Señala el refranero popular, aludiendo al tiempo de la sementera.
Otro proverbio se refiere a ese mismo santo y al ventarrón que acompaña su
fiesta, capaz de tirar abajo las castañas que la larga vara con la que sacudían
los castaños, no había sido capaz de abatir:
Ya viene San Simón con su varalón.
Por estas
fechas se arrancaban parte de las últimas pimenteras con frutos, que se colgaban
en las vigas de la bodega o de la cocina, para hacer durante un mes o más
ensaladas de cebolla con pimientos, que, cada día que pasaba, tenían menos
humedad.
Para las ensaladas del invierno también se echaba mano de
la escarola muy resistente a las heladas. Para conseguir la escarola con menos
amargor, se recogían las hojas con una cuerda sobre sí mismas y así permanecían
en el huerto hasta ser arrancadas para el consumo.
De los últimos pimientos se hacía una conserva muy rica: se
trataba de pimientos pequeños que, después de lavarlos, se metían en una cántara
de arcilla o de cristal y, cuando se llenaba, se les echaba vinagre hasta
cubrirlos en su totalidad. Del cántaro se iban sacando para aliñar ensaladas,
también con cebolla y ajo; o que se ofrecían, incluyendo a los viajeros, como
pincho encima de un anaco de pan a la hora de tomar un vino en la bodega.
Noviembre era el mes de lluvia y tristón. Ya no había nada
que recoger ni en las huertas ni en los campos abiertos.
Por los santos, nieve en los altos y por san
Andrés en la puerta la verés.
Qué lindo es ese mes que comienza por los santos y termina
con san Andrés.
Si quieres el ajo fino, siémbralo por San Martino
(11 de noviembre).
Por San Andrés, corderinos tres.
Referente a la bonanza en los partos de las ovejas.
Por San Andrés, el vino nuevo hecho es.
Este refrán se refiere al vino de rasqueta, un vino
que se hacía añadiendo agua, con un poco de alcohol que se compraba en la
farmacia, a la cuba en la que metían los restos de las uvas o bullo, después de
apretarlas una y otra vez, tras diferentes cortes,
en el lagar. Se trataba de las pieles y escobajos, al decir de los viejos, se
probaba con los asados de castañas o magostos de los Santos…, porque el vino,
finalizada la fermentación, no se purificaba hasta la llegada de los grandes
hielos de diciembre y enero, que decantaban los posos al fondo de las cubas.
Luego se hacían las trasiegas, para separar el vino de los posos, que
servía de materia prima para la fabricación del aguardiente u orujo en la
alquitara
durante los duros días del mes de enero.
Tal aguardiente se usaba para tomar la parva al levantarse
y, hasta hace muy pocos años, en las cantinas y bares de estos pueblos siempre
se adjuntaba una copita a la hora de servir los cafés. Es, asimismo, la
principal materia prima para la elaboración de un sinfín de bebidas alcohólicas
que de manera artesanal y casera aún se continúan fabricando: licor de cerezas,
de ciruelas, de almorándanos, de guindas, de abruños o endrinas, de nueces, de
uvas pasas, de higos, de avellanas, de almendras…, añadiéndoles a gusto de cada
cual unos granos de café, canela, azúcar, menta, hinojo, poleo, salvia, tila u
otras pequeñas bayas o hierbas aromáticas.
Ahora, con las primeras gotas de lluvia, brotan las
setas, que muchas gentes buscan para preparar deliciosos platos. El níscalo, la lepiota, las senderuelas y diferentes clases de boletus, se preparan de diversas
maneras: unas veces se asaban con un poquito de sal, otras se freían rápidamente
con unos tropezones de jamón, pollo o carne de vacuno, en algunos momentos,
ciertas variedades de boletus, se cortaban en finas rodajas, con sal y
vinagreta, en ensalada.
Las gallinas ponen menos huevos, porque comienzan a
almacenar reservas para el largo invierno que ya está llamando a la puerta.
Los platos característicos del otoño tienen que estar en
consonancia con la recogida de tantas hortalizas y frutas, pero siempre de gran
humildad, y, aunque era la época de mayor abundancia, siempre era poco y había
que ahorrar para los tiempos de escasez.
Recetas típicas
Cachelos con salsa o
pisto.
Con las patatas recién recolectadas se hacía frecuentemente
este plato, porque había que dar salida a los ejemplares dañados por la reja del
arado o el pisotón de los animales de tiro, cuando se procedía a su arranque, en
un momento en el que también abundaban los tomates. Se pelaban o lavaban bien
las patatas, pues a menudo se hervían con la propia piel, después se troceaban
con el tenedor. Unas veces se comían así, aderezándolas nada más que con un
sofrito de pimentón, con ajos troceados y pasados por la sartén con manteca un
breve instante; en otros momentos se aderezaba una salsa en la misma sartén, a
base de pimientos, tomates y cebollas picaditos y se cubrían las patatas
hervidas con este guiso vegetal. El pisto se mejoraba mucho en el caso de que se
pudiese añadir un huevo batido al revuelto.
Hay que hacer constar que, además del descenso muy acusado
de la puesta de huevos en el periodo de frío, en no pocas ocasiones se guardaban
los huevos para, juntando varias docenas, llevarlos al mercado de Ponferrada
(miércoles y sábados), juntar unas monedas y comprar algo de suma necesidad,
como ropa o calzado de lo más barato, alguna herramienta o apero, pagar la contribución (impuesto sobre las fincas urbanas y rústicas) y guardar alguna
plata por lo que pudiese venir…
Bacalao con huevos y
cebolla.
Se trataba de bacalao en salazón y seco, que había que
poner a remojo unas 30 horas y, si era muy gordo, más tiempo aún. Para
cocinarlo, se hacía un sofrito con cebolla y los vegetales de temporada que se
prefiriesen. A continuación se añadía el bacalao troceado y se cubría de agua.
Cuando rompía a hervir se echaban en el puchero unas cebollas de las más
pequeñas, cocinándose todo durante unos 25 minutos. Paralelamente, en una olla
aparte se cocían los huevos (uno por comensal).
A punto el bacalao y la cebolla, se sacaban escurridos y se
colocaban en una bandeja en la mesa. Descascarillados y fríos los huevos se
partían en dos mitades y se repartían encima de la bandeja del bacalao. El
conjunto se aderezaba con un poco de pimentón y unos chorritos de aceite crudo
de oliva, quedando listo para la apetitosa deglución.
Guiso de cabra u oveja
con tomate y patatas.
La carne podía ser de cabra, oveja, castrón o carnero. En
los dos primeros casos podía tratarse de hembras machorras o ya viejas para
parir. Si se trataba de machos, solía acontecer que, disponiendo de otro u otros
más jóvenes para la paternidad del rebaño, se sacrificaba a los más viejos para
evitar las raciones de ellos durante el largo invierno. Las piezas troceadas de
estos animales, se ponían con mucho tiempo en una tartera de barro, para ser
cocinadas lentamente en la cocina de leña. El recipiente se desmediaba de agua y
la carne se añadía en el momento de la ebullición con una pizca de orégano,
tomillo, comino… Bien cocida la carne se sacaba con la espumadera, se
deshuesaba, se hacían hebras de mayor o menor tamaño, que se servían a la mesa
aliñadas con aceite y pimentón. El agua sobrante de cualquier cocción jamás se
desechaba, porque se reutilizaba para las sopas, caldos y cocidos.
Una variante de estas carnes consistía en añadirles, cuando
ya estaban casi cocinadas, una salsa a base de tomate, pimiento, cebolla y ajo.
Cocido de judías verdes
con alubias ya curadas, patatas, pisto y añadiendo al puchero algo de cerdo.
Este era un plato muy sabroso de finales de septiembre y
primera mitad de octubre. Las carnes, pescados y los cocidos, además de
sazonarse con sal, alguna grasa animal o vegetal y, a veces, también con
pimentón, solían adobarse con orégano, perejil, albahaca, laurel, tomillo,
romero, recogidos y secados convenientemente en su momento y lugar.
Santa Lucía (13 de diciembre) saca da noite e
mete no día.
El invierno es el adviento, tiempo de recogimiento y espera
en el que la mayoría de las especies del clima continental se aletargan,
escondiendo sus reservas de grasa y savia salutífera en el interior de la
tierra. Las plantas hacen descender hasta las más profundas raíces sus
nutrientes, para evitar que se los coma el frío, las nieblas, heladas, las
interminables noches de atmósferas que cortan el aire como el acero afilado y de
días de sol acobardado. En ese momento, cuando el general invierno envía las más
crueles embestidas, se pueden observar en el campo de batalla los despojos de
sus lanzas de hielo.
Las fiestas
Para el día de navidad en muchas casas se mantenía la
tradición de comer el gallo más viejo del corral. Su carne muy curada y oscura
se estofaba en una tartera de barro. Durante toda la mañana se cocinaba a fuego
lento con un sofrito de cebolla. Más tarde se le añadía un ‘machacao’ de ajo y
perejil como se hacía siempre al preparar la mayor parte de las carnes y algunos
pescados. A media cocción se le agregaban unas uvas pasas, almendras y nueces
secas.
La carne de aquellos gallos cantores, que muy a menudo
pasaban ya del año, era una vianda tan exquisita que, en nuestra época, puede
considerarse feliz aquel paladar que lo pueda probar.
Con los menudos del capitán del gallinero fenecido
preparaban un plato para cuchara muy sabroso también a base de arroz, patatas,
sal y dos hojitas de laurel.
Para ese día, sí había café y postre, conformado por unos
higos pasos, almendras con azúcar garrapiñadas en la sartén y, si el año había
venido bueno, se encetaba una tableta de turrón, que entonces era muy gordo y
que debía estirarse hasta el día de reyes. En nuestra casa lo partía el padre
con un cuchillo grande, que sujetaba con la mano izquierda y, con la derecha, lo
golpeaba en la cota con la plancha de hierro. Los pedacitos, separados de esa
forma del bloque de turrón, los saboreábamos como maná celestial y en la mesa no
duraba un instante ninguno de los granitos surgidos como consecuencia de tantos
golpes y trocitos.
Para los reyes los niños solían hacer una merienda-cena con
el aguinaldo que habían conseguido por cantar los reyes en las diferentes casas
del pueblo. Las gentes les invitaban a pasar al interior y les daban manzanas,
nueces, uvas pasas, peras, muy pocas veces algo de turrón y, aún más escasas,
eran las rubias, que así se llamaban a las pesetas de metal entonces, tan
soñadas como las de papel. Antes de entrar los niños llamaban a la puerta
preguntando si podían cantar los reyes. Casi siempre, a no ser que guardasen
luto reciente o que hubiese algún enfermo en la casa, se les contestaba
afirmativamente.
Los niños
cantaban lo que sigue:
Allí afuera llama
un niño,
Más hermoso que el
sol bello,
Diciendo que tiene
frío.
El pobrecito está
en cueros.
Desde el
interior les responde la patrona de la casa:
Entra para adentro
Y te calentarás,
Porque en este
pueblo
Ya no hay caridad.
En el interior de las casas, junto al fuego, al caer la
temprana noche, las familias se apiñaban en derredor del cálido lar. También el
gato y el perro buscaban un hueco cercano a las brasas. Desde fuera se oía en
ocasiones el ulular del viento o del aguacero por entre las pizarras del louxao.
Un panorama de nuestra
tierra: el invierno
Otras veces, la noche y las montañas se visten de blanco,
con un manto de copos o faloupas de nieve. Cuando el alba ahuyente las tinieblas
se podrán ver los árboles abrazados por mechones de algodón, tapices almidonados
cubrirán prados, caminos y sembrados; al tiempo que las casas estrenen el día
con toquilla de novia. Es el tiempo de los crepitares del fuego, del barro y las
madreñas, de aguinaldos y villancicos, de capotes y pasamontañas, de magostos y
cantos al vino nuevo, de los dulces y la matanza…
Al ser la humedad muy grande en estas profundas tierras
del Bierzo y, en tiempo anticiclónico, el frío tan intenso, las noches son
glaciales y, cuando viene la luna llena de enero, la claridad se torna tan viva
que borra todas las sombras, los árboles se animan y los edificios susurran y,
hasta los montes desean querer iniciar una danza de silencio, presagiando el
novilunio. Toda la noche es luminosa, el silencio nadie lo rompe y las caricias
de la luna encienden infinitos y minúsculos cristalitos de hielo sobre la dura
tierra, las hierbas tiesas y las piedras congeladas y adheridas como lapas al
terreno. Durante los menguados días asoma nada más un tímido sol, dulce y
cariñoso; pero, allí donde sus rayitos no alcanzan, se perpetúan las telarañas
de hielo y, también en las zonas umbrías, se mantiene el hechizo de las ramas de
árboles y arbustos que, noche tras noche, el hielo ha acebollado
cristalizándolas. Las cepas de las viñas, aterecidas de frío, al igual que
enanitos fantasmas, conforman infantiles ejércitos que guardan los caminos y
senderos y que, estáticas y caprichosas, sólo ocasionalmente inician el saludo
al viandante con una mueca fugaz y burlona.
Es el invierno un frigorífico atestado de plantas,
arbustos y árboles que en él guardan intactas sus propiedades, para que, cuando
regresen a la vida animada, puedan iniciar un nuevo ciclo vigoroso.
Este es, más o menos, el escenario en el que se ponían en
marcha múltiples actores, para iniciar la fiesta más grande del año en las
aldeas de por aquí, porque, cuando hasta las estrellas del firmamento se morían
de frío, desde allá arriba enviaban un guiño, era la contraseña convenida, para
señalar que el tiempo de la matanza ya había llegado, la espera había terminado
y, los de aquí abajo, podían comenzar, un año más, los oficios rituales…
El horneado del pan y la matanza
El pan
Los días pequeños y soleados, las noches eternas y frías
son el tiempo ideal para enrolarse en las labores de la matanza. Esta faena, con
un enorme componente de fiesta y rito, en la que se sacrificaban uno o varios
cochinos, significaba el mayor reservorio de carne embutida o en salazón, para
el consumo durante todo el año; pues, amén de las múltiples raciones de fiambre,
cuando el ama preparaba un cocido de berzas, legumbres secas o judías verdes
siempre echaba al puchero, en mayor o menor cantidad, algo de cerdo: una
cucharada de manteca, un pedazo de unto, manos del cerdo, unas costillas, un
trozo de jamón , espalda, lacón, oreja, morro, chorizo, botillo, andolla,
morcilla, lengua…con sus infinitos sabores. De ahí su enorme relevancia en la
vida de las gentes, hasta fechas muy recientes.
Antes de iniciar el ritual, lo primero que se hacía era
cocer en el horno del pueblo, al que se estuviese acogido en régimen de vecera,
una gran hornada con la mejor harina para deleite de todo el mundo, que
participase en el evento, pues como tal era considerado por el común de los
cristianos.
Para hacer el pan, era necesario preparar el día antes la
fogaza de hormiento o formento.
El hormiento se lo iban pasando las mujeres entre sí, a
medida que les tocaba la vez para el horno. El hormiento, entregado por la
vecina, era disuelto en agua cálida y mezclado con una proporción de harina unas
diez veces mayor. Se amasaba y se ponía a leldar, para que toda la hogaza tomase
las levaduras durante toda la noche. Esa hogaza, a su vez, sería el hormiento de
toda la hornada del día siguiente. El proceso era muy parecido: diluido en agua
tibia el hormiento, se le iba añadiendo, alternativamente, agua cálida con la
sal necesaria y la harina de trigo, casi siempre mezclada con centeno. La masa
resultante debía leldar durante unas dos horas en invierno, y algo menos en
tiempo cálido. A las dos horas se hacían las hogazas, de unos dos kilos, se
ponían encima del estrao sobre una tela blanca, de modo que no se tocasen entre
sí. Hechas todas las hogazas se cubrían con una sábana y, durante una hora y
media permanecían en fase semidormida, pues algo crecía también. Pasado dicho
tiempo y barrido el horno de brasas y cenizas, con una pala de madera metían en
su interior todas las hogazas, cuidando de arrimarlas unas a otras, pero sin que
se tocaran, so pena de que se besasen entre sí. El pan cuece a unos 200º, al
inicio de la cocción, pues tal temperatura va descendiendo a lo largo de la hora
y media que tarda en estar listo.
Sacado, se pone a enfriar y, por último, se lleva para la
bodega, colgándose de la cambeira, a salvo de roedores y otros animales
domésticos.
Las hornadas de nuestra niñez eran, como las familias,
grandes y sabrosas. El pan duraba 15 ó 20 días sin perder un ápice de su
entrañable paladar a pesar del paso del tiempo.
Cada familia cocía cuando le tocaba, por riguroso orden de
vecera.
Cuando, por muy diferentes razones, en una casa se acababa
el pan, se le pedía una hogaza prestada a la vecina, quien la devolvía en el
momento de sacar su hornada. Lo mismo se hacía con el aceite, la sal, el
pimentón…
Al igual que cada vez que se cocía una hornada, era
obligatorio, según la tradición etnológica en estas montañas, cocer también la
empanada, en la lata que el hojalatero había confeccionado para tal uso.
Es esta una empanada que se hace con la misma masa del pan,
para lo cual se apartaba un pedazo de la misma que, partido en dos mitades,
estiraban las mujeres con una botella de vidrio, para conformar la base y la
tapa. Antes de proceder al llenado paulatino de la tal lata, ésta se calentaba
y, a continuación, se bañaba el interior con una fina película de grasa, de
manera que no se pegase la empanada al latón. Sobre la base se extendía un
preparado de patatas en loncha o en dados, mezcladas con cebolla, acelgas y unos
tropezones de chorizo, tocino o panceta, adobados con pimentón y sal. Se cubría
todo con otra tapa de masa que, el ama de la casa, sellaba con la base con gran
maestría, haciendo una especie de pespunte o zurcido con los dedos entre ambas
capas. El paso siguiente consistía en abrir un pequeño orificio en el centro de
la tapa, que permitía la evaporación del interior. Después fabricaba, con un
pedacito de masa una especie de tapón, del tamaño de una moneda chica que,
puesto encima de dicha aberturita, permitía que la transpiración fuese
progresiva. Y, antes de meterla a hornear, untaba a su vez con un poco de aceite
o manteca esta tapa.
Con todos los recortes de masa sobrante fabricaban una
especie de tortas que, en tiempos no muy lejanos todavía, una de ellas se daba
al pobre de solemnidad que periódicamente llegaba al pueblo, tras rondar las
aldeas vecinas.
En el invierno, además, los mendigos dormían en el local
del horno, para resguardarse de las gélidas temperaturas.
Las referidas tortas de pan, eran lo primero que se sacaba
del horno. A veces se le habían esparcido unos granos de azúcar por encima, que
hacían las delicias de los abuelos y los nietos.
En las brasas que, barridas del horno, se depositaban bajo
aquél, era muy frecuente asar unas patatas. Para ello, se lavaban bien, se
metían dentro de las brasas, como en un bocadillo. Transcurrida una hora y
media, las patatas ya estaban listas para sacarlas y, puestas encima de la mesa,
con un golpe de mano o puñetazo se espanzaban en dos mitades. Colocadas sobre
una bandeja y con la pulpa hacia arriba, se les echaba un poco de sal, pimentón,
aceite y, listas para comer. Aunque parezca mentira, tales patatas tienen un
exquisito sabor y, sobre todo, su piel crujiente es como para chuparse los
dedos.
Los preparativos de la matanza.
Los invitados a la matanza iban ya para tomar la cena la
víspera a la casa de los anfitriones. Para ello, se mataba una cabra u oveja
vieja y, en esa noche, ya se comían, fritos y con pimentón, los menudos del
animal (hígado, corazón, sangre, riñones…). Del resto de esa carne se daba buena
cuenta en los dos días venideros.
El primer día.
En el día de autos madrugaban los patrones de la casa con
el fin de ultimar todos los preparativos que ya se habían iniciado el día
anterior, y tenerlo todo dispuesto, para cuando llegasen las familias, amigos y
vecinos. Efectivamente, la tarde anterior ya habían colocado sobre unas piedras,
llanas y de mediana altura, un bidón lleno de agua. Ahora, todavía de noche, el
hombre de la casa dispuso bajo tal recipiente unas pajas secas, encima unos garabullos (palitos finos y bien secos también), rematando la pira con palos
más gruesos. A continuación, volvió a entrar en la casa, se acercó al hogar,
tomó con las tenazas un ascua del fuego, lo depositó dentro de una galocha,
retornó hasta el bidón, dejó la brasa junto a la paja y comenzó a soplar. No
tardó en brotar una llamita que pronto se extendió hasta las ramitas superiores
y de éstas…El fuego del hogar permanecía vivo durante todo el invierno: activo
por el día y, cuando las gentes se retiraban para dormir, se conservaba latente,
tras haber cobijado las brasas con las cenizas circundantes. Al día siguiente,
se habría el vientre del rescoldo o borrallo, acercándole unas hierbas o
pajas secas se soplaba a pulmón batiente o con el fuelle de la lareira y,
sin tardanza, renacía el milagroso regalo de Prometeo.
Del día antes también habían quedado afilados los
cuchillos, dispuesta la masera sobre la cual se iba a sacrificar, las
artesas más pequeñas que la masera y también de madera para el despiece, las
fuentes y cazuelas, los paños blancos…
Los oficiantes, familiares, amigos y vecinos habían
convenido con la suficiente antelación el orden y cadencia de las matanzas de
cada uno de ellos, en las cuales, dios mediante, todos iban a participar. El día
fijado, casi siempre un festivo, sábado o domingo, todo el mundo madrugaba.
Los invitados, antes de acudir a la casa organizadora
del rito, tenían que apurar sus propias tareas domésticas, de entre las cuales
una de las más trascendentes, era despachar la pareja de vacuno y
el resto de los animales de la casa, a excepción del gato y el perro, que, por
aquel entonces, sabían encontrar el garbanzo por sí solos.
En tanto el patrón de la casa atizaba el gran bidón de
agua, que poco a poco se acercaba al punto de ebullición, la mujer aliñaba
todo en la cocina: ordenaba las marmitas y tarteras, atendía el chocolate,
vigilaba las rebanaditas de pan tostándose en la chapa de la cocina de leña,
disponía al lado de una hogazona de pan blanco y del mejor trigo, que se cortaba
en pedazos o michos,la
botella de aguardiente, y las copitas, para recibir a los invitados con lo que,
al decir de los galos, es el agua de la vida. Las mujeres y los niños tomaban la
parva
con el chocolate y las tostas de pan crujiente, los hombres y algún
mozalbete de los más grandes cortaban rebanadas de la gran hogaza, las troceaban
en michos con su propia navaja entre sorbitos de la copa de aguardiente;
sin embargo, la mayoría preferían extender la copita de alcohol sobre el pan y
comerse en fraternal simbiosis el resultado más excelso de las uvas, junto con
el producto más blanco producido por el mejor trigo candeal.
Esta era la parva o primer desayuno que ponía en
marcha el estómago y calentaba el alma. Animados por ella, todos se ponían manos
a la obra y cada cual sabía a la perfección lo que tenía que hacer: los hombres
en los trabajos que requerían más esfuerzo físico, las mujeres en el arte de la
cocina y en las tareas menos brutas, los niños, entre risas, asombros y temores,
ejerciendo de recaderos diligentes entre éstas y aquellos desde la cocina al
corral y viceversa y, por encima de todos, actuando como maestra de la ceremonia
casi sagrada durante todo el ritual, que se alargaba cuatro días, la patrona de
la casa
Instantes antes de que el agua del bidón rompiese a hervir,
y esto se sabía por los vapores que se despegaban del líquido superficial, los
hombres más fuertes y avezados entraban en el cubil, que así se conocía por
estas tierras la cuadra de los gorrinos. Dos de los hombres amarraban al animal
por las orejas y un tercero lo asía fuertemente por el rabo y, de esta guisa, lo
acercaban a la masera entre enormes gruñidos del condenado. La masera identificaba un enorme recipiente de madera, de unos 2,50 m. De largo por 0,70
de ancho y 0,50 de alto, que, en forma de pirámide truncada, servía como ara de
sacrificio, una vez conseguido tender al reo encima de ella.
La sangre de la moribunda bestia se recogía, enfriaba y
cuajaba, para, días después, cortarla en finas lonchas y, tras adobarla con sal,
pimentón y aceite, servirla como ensalada con cebolla.
Habiendo exhalado el bicho el último suspiro, que a
decir de los aldeanos era lo único que no se aprovechaba, se le cubría con sacos
de yute, que antes habían sido envases de la pulpa, y, con una jarra de
porcelana, uno de los actores extendía encima de ellos el agua hirviendo que
había sacado del bidón ardiente. Los sacos tenían como finalidad retener el
máximo calor sobre la epidermis del muerto y que ampollase con más facilidad.
Conseguido ello, y con los cuchillos bien afilados, se afeitaba un lateral del
animal. Las cerdas o pelos del mismo no se solían despreciar, pues servían, una
vez secas y limpias, para fabricar cordeles y sogas para atar el carro y otras
sujeciones menores, cuando llegase el cordeleiro al pueblo.
Cumplido el afeite del primer lateral, se colocaba el cerdo
patas arriba, apoyando su lomo contra la masera, para mondarle el
vientre, el pecho y la garganta. Por último se giraba el cadáver otro cuarto de
vuelta, para tonsurar el lateral restante. El rabo del animal se pelaba
introduciéndolo en la jarra del humeante líquido, la cual, para tal operación,
llena de agua, se presionaba longitudinalmente con el rabo dentro, contra las
nalgas del rematado. De esta manera el apéndice espiral pelaba como un huevo.
Ampollar las orejas con la misma agua era una cuestión harto difícil, porque,
aunque una persona experimentada, asomaba la jarra hasta la oreja, luego, tras
introducir la punta de la oreja en el recipiente, se hacía necesario producir un
rápido giro de 90º de forma que la jarra quedase vertical, pero con la boca
hacia abajo, y la oreja recociendo en su interior y que, a la par, no salpicase
ni al actor ni a ninguno de los oficiantes. Pasados unos segundos, el hábil
limpiador de orejas retiraba la jarra con cuidado, la purría, entregándosela
a uno de los observantes más próximos y, rápidamente, enrollaba sobre sí
mismo el pabellón auditivo, quedando colocado sobre el oído del finado y, sin
tardanza, descargaba sobre él un enorme puñetazo. Con estas artes conseguía
hacer el efecto ventosa dentro del oído y, ya de paso, completar la labor del
hirviente líquido y despegar gran parte de la roña allí acumulada por el más
séptico de todo el zoo.
Entre algunas familias y en otros pueblos la
desinfección del puerco se efectuaba mediante el fuego. Para ello, disponían
paja bien seca encima de él y se le incendiaban sucesivamente el primer lateral,
la barriga y por último el lado opuesto. Con los cortes bien afilados se
rasuraban todos los restos y completaban la labor con un lavado de la piel del
animal con agua entre caliente y tibia, quedando el cutis del finado todo
amoroso. En este caso, las cerdas o pelos del animal, como es natural, eran
incineradas y sólo podían servir ya de provecho a alguna planta que, en
primavera, necesitase crecer con sus sales amoniacales.
En más de una ocasión hemos escuchado a los viejos
relatar que el animal no había sangrado lo suficiente, porque el matachín no
consiguió acertar con el acero y, al aplicarle el fuego o el agua al marrano,
éste se echó de la masera al suelo, como si quisiera iniciar un inútil intento
de fuga. Sobre las hipotéticas catalepsias porcinas, ciertamente, son pocos los
sobresaltos que se cuentan, y, lo que sí es seguro, es que nunca la sangre llegó
al río.
Bien limpios animal y masera, los actores procedían a la
ejecución de la canal y vaciado del bicho. Aunque había varios
procedimientos para abrirlo, el ceremonial más común en los pueblos del Bierzo
consistía en trazar con el corte del cuchillo una pieza rectangular y con las
puntas en ojiva, que se alargaba desde el recto hasta el maxilar inferior, de
unos 80 X 20 cms. Más o menos .Seguidamente, a indicación del ama de la casa, se
partía en dos piezas: la barbada y el valle. La primera con
entreverados internos de hebra y grasa, la segunda conformada solamente por
tejido adiposo y que se usaba para los chicharrones. Las pieles de las dos,
junto con las de algunos recortes sobrantes de los jamones y tocinos, se
destinaban para hacer las andollas. A la hora de efectuar los cortes con
el cuchillo era menester hacerlo con sumo cuidado, para no pinchar los
intestinos o la vejiga del animal. Después, realizando las incisiones y
ligaduras necesarias con bramante, se sacaban los intestinos hacia una artesa
más pequeña y, el resto de las vísceras, corazón, hígado, riñones, etc., se
depositaban en una bacía diferente. Las tripas, alejándose unos metros de los
faenantes, eran manipuladas por dos o tres mujeres, se esforzaban en pelar la
grasa adherida a sus paredes externas del intestino grueso y de trocearlo en
medidas de unos cincuenta cms. Y, haciendo lo propio con las tripas delgadas,
pero de piezas de 1m. de largas. Todos estos fragmentos intestinales se
ordenaban en una tercera artesa, con los cortes colgando hacia el exterior de la
misma, para llevarlas a lavar hasta una fuente o un reguero próximos. Éste era
el primer lavado, porque, de vuelta a casa y después de comer, las mujeres se
empeñaban en una limpieza a fondo, a base de ajos, limón y unas horquillas de
alambre y, volteadas las tripas, con sumo cuidado y aplicación, les quitaban
hasta el menor resto de flora y tejido vermicular, quedando tales piezas
completamente limpias y dispuestas en un líquido a base de sal, pimentón,
durante 48 horas, hasta el momento del embutido.
Antiguamente, se aprovechaban los pulmones con los que se
hacía, mezclándoles alguna derredor carne de mayor calidad, los llamados chorizos de sábado; pero desde hace ya mucho tiempo, la mayoría de las familias
desechan el pulmón.
Tras extraerse el corazón se troceaba, lavaba, para
freírlo con pimentón y ajo en la sartén. A veces se preparaba también al fuego
un ala del hígado o Asadura, practicándole unos tajos transversales en los
que se incrustaban unas lonchas de tocino del año anterior y, dispuesto así, lo
atravesaban con un palo delgado y lo suficiente largo para ponerlo a gotear o
asar en la lumbre. . Después de trocearlo, pinchados los pedazos resultantes
con palillos de madera, los servían a media mañana a los oficiantes en el teatro
de operaciones, es decir, en el mismo corral de la casa.
Con el diafragma o toquilla, que era el nombre con el
que por aquí se la conocía, se preparaba una especie de hogaza muy metida en sal
para su conservación. Se enfriaba rápidamente y, introducida dentro de un palo,
llamado tala, que semejaba un arco con su cuerda, era el unto o primer fruto del
cerdo que pasaba a ser colgado de una viga de la bodega. De él cortaba el ama de
casa un pedacito para echar al caldo,
un día sí y el otro también.
Vaciado por fin el cerdo, desde la misma masera y con
sumo cuidado se pasaba a una escalera en idéntica posición horizontal. Mediante
una cuerda, un hombre, tras realizar una incisión con el cuchillo a lo largo de
la parte posterior de lo que en los humanos sería el tendón de Aquiles, pasaba
dicha cuerda por el corte de ambas patas traseras y las amarraba fuertemente por
la intersección del primer peldaño con los largueros de la escala. Finalmente,
cuatro hombres de entre los más fuertes, levantaban la escalera de la masera, la
introducían en la bodega y la elevaban en vertical contra una pared, quedando
colgado el animal con la cabeza hacia abajo y, en la referida posición
pendiente, permanecería oreándose hasta la mañana siguiente. Tras asearse lo
indispensable, los comensales ya podían ir acercándose al comedor que, casi
siempre, era la cocina de la casa.
En la comida del primer día solía servirse, para
comenzar, una sopa de fideos cocidos en el agua de las carnes.
De segundo plato era casi obligatorio poner cocido de
garbanzos con cachelos
y el compango a base de chorizo (que se podía pedir prestado a quienes habían
hecho antes la fiesta, para devolver el favor en cuanto valiesen los propios),
lacón, cachucha, pata y lengua, todas viejas también; era normal, asimismo,
haber cocido una gallina y algo de cabra u oveja, como hemos dicho antes. menos
frecuente era aportar a la olla algo de vacuno y tampoco era nada raro el traer
a la mesa unas sardinas, anguilas o congrio fritos y, en su defecto, pulpo o
bacalao cocidos, pues a todos estos pescados se les consideraba por aquellos
años comida de pobres.
Después de haber comido, bebido y charlado asgaya,
era la hora de lavar las tripas, como ya queda dicho. Este trabajo en unos
pueblos era para las mujeres, pues como se trataba de lavar…; en otros,
participaban también los hombres. Quienes quedaban en casa, preparaban para los
que habían ido de lavanda un fervuro, que consistía en hervir vino con
poleo, manzanas partidas a la mitad, un poco de unto y endulzado con azúcar o
miel. En muchos pueblos se freía la sangre para hacer filloas y acompañar la
bebida cálida. En algunas ocasiones los del reguero llegaban de vuelta a casa ya
de noche y aterecidos de frío. El fervuro, las filloas y el calor del hogar
les reanimaban pronto. Mientras gran parte del sector femenino preparaba las
viandas para la cena, los hombres comenzaban a jugar a las cartas, los abuelos
contaban semblanzas de tiempos pasados y engullidas por las nieblas y
fríos de tantos inviernos, los cuentos más fantásticos y hazañas increíbles por
él vividas en las cercanías del pueblo o en lejanas tierras, que mantenían a los
más pequeños boquiabiertos y expectantes, acrecentando el torrente de su
imaginación a cada instante entre bandidos, ánimas, barcos zarandeados por el
vendaval, rojos,
lobos, niños perdidos, sombras animadas en la oscura noche…
La cena era edificada en torno a un plato típico de esa
noche y que consistía en patatas hervidas con el hígado guisado en pedacitos con
cebolla, sal, pimentón y una hoja de laurel. Después completaba la pitanza una
sopa de fideos con hebras de las carnes que se habían enzetado al mediodía,
acompañándolo todo con una buena jarra de vino y mejor pan, fabricados en la
propia casa. En aquel tiempo no se llevaba el comer fruta en las comidas, pues
las peras carujas o manzanas calabazales se roían y saboreaban entre horas.
Cumplida la vespertina colación, fregados los cacharros
y dispuestos los trastos para el día venidero, algunas mujeres se sumaban a las
partidas de brisca o tute, siendo una de las escasísimas fechas en las que
participaban en el juego de naipes.
En el segundo día ya no era necesaria tanta madruga,
aunque los patrones de la casa abandonaban con el alba las cálidas sábanas.
Cumplido el desayuno, que por aquí siempre llamaban almuerzo, se retomaban las
faenas. Lo primero era sacar de la bodega, para tenderla nuevamente y por vez
postrera, la bestia muerta, pelada, vaciada y ya fría para el despiece. Muy
cerca un fuego servía, además de calefacción, para poner al rojo los ferros,
que, en meticulosa tarea, las mujeres pasarían incandescentes por las pieles de
cada uno de los pedazos del descuartizado cuadrúpedo. A esta acción de casi
planchado para la total limpieza y desinfección de la carne se le llama escamar
y en algunos sitios lo denominan cifrado, que solía realizarse bajo un cobertizo
o puxarega, para resguardarse de las inclemencias climáticas.
Lo primero que hacían los oficiantes de la masera era
separar la cabeza del animal, cortar el rabo y el seccionado de las patas a la
altura de las rodillas; ambas partes se pasaban a las mujeres que, tras despegar
la careta del cráneo, les pasaban los hierros de vivo encarnado a fondo. La
máscara la conformaban las orejas, testa, frente, morro y parte de los laterales
de la cara.
A continuación se partía el canal en dos, extraían la
espina dorsal o espinazo y después, a pares, se sacaban sucesivamente los
siguientes elementos: lacones, jamones, espaldas, solomillos, lomos,
costillares, pancetas, tocinos. De las zonas más grasientas de los tocinos,
algunas personas del equipo separarán los cueros de la grasa; los primeros, tras
el cifrado, servirán para la elaboración de las andollas y la segunda para
hacer los roxones o chicharrones.
El segundo día
Para la comida del día segundo, muy especial, hay dos
platos y dos lugares para su paladeo. Primeramente se comen las hebras o frebas,
asadas en el fuego, a pie firme y, para lo cual, se han fileteado diferentes
zonas del cerdo, y que, por lo tanto, tienen distintos sabores. En otras épocas
las frebas se asaban directamente sobre las brasas, añadiendo nada más un poco
de sal gorda. Y, en la actualidad se cocinan sobre una plancha de hierro situada
para tal uso en el mismo cobertizo o puxarega.
Se comen sobre un buen anaco de pan, que sostiene cada cual. En este proceso la
bota de vino no cesaba de circular de mano en mano y facilitar así el tránsito
de lo sólido hasta el estómago de los celebrantes. Habiendo dado cuenta de tal
modo de las carnes, quienes quisiesen, pasaban al interior de la casa para comer
un plato de alubias blancas con patatas y salpicadas con hebras de lacón,
cachucha y lonchitas de chorizo.
Muy a menudo, los hombres acostumbraban a ir a la cantina
para tomar café con una copita de orujo, que siempre se ponía junto al café y,
ya de paso, informarse de las nuevas del momento, que, como casi siempre, eran
los operarios de los ferrocarriles del norte primero y de la RENFE más tarde,
quienes actuaban como mensajeros. Otras veces, en los días de fiesta se molía
grano de café tostado en la propia casa con un molinillo manual, que, en el
acto, perfumaba toda la estancia con las fragancias de ultramar.[17]
Por la tarde se picaba la carne para los
chorizos, los huesos para los botillos y se adobaba todo el mondongo.
Primeramente se troceaba, más o menos menuda, la carne y los cueros con
cuchillos. En épocas pretéritas se insertaban las piezas en un palo de carrasco
con varios brazos, para poder trabajar diferentes operarios, y que se hincaba en
el suelo o en un madero pesado.
En tiempos más cercanos se usó una máquina manual y,
actualmente, se pica con máquina eléctrica. A continuación, tras hervirlos unos
minutos, los cueros son troceados, de la misma forma, con la citada herramienta.
En paralelo, un hombre con una macheta pequeña parte los huesos que llenarán los
botillos.
Concluido el picado, éste se coloca en diferentes
artesas para sazonarlo: por un lado va la zorza destinada a los chorizos
picantes y, al otro lado de la misma maserita los huesos de los botillos. Un
recipiente distinto para los chorizos dulces y, un tercero, contendrá el
material para las morcillas, los lomos, los solomillos y las andollas.
Una mujer experta en el adobo, sazonaba con sal, pimentón
dulce o picante y orégano todo el contenido de las bacías, envolviéndolo muy
bien, con movimientos de brazos y manos, que recuerdan el amasado del pan. Estos
productos permanecerán, tomando el aroma de las especias y el aire, unas 48
horas dentro de la bodega, con las puertas bien cerradas, para evitar visitantes
no deseados.
Las morcillas se embutían con parte de la sangre, alguna
grasa, pedazos de manzana calabazal, peras carujas y un poco de miel. En otros
lugares se les echaban migas de pan y arroz.
Al llevar ingredientes con mucho agua, se hacía necesario
bajarlas a menudo del humero, para apretarlas y sacarles el aire producido por
la evaporación del agua con el calor y el paso de los días. Al final quedaban
mucho más delgadas, que lo que aparentaban en el momento del llenado. Secas y
cortadas en finas lonchas, estaban riquísimas para el tiempo de la siega, al
decir de quienes las probaron, pues hoy, infelizmente, ya casi nadie las
elabora. ¡Otra creación de la tradición gastronómica a punto de desaparecer!
Esa misma segunda tarde se
efectúa, asimismo, el salado de las restantes partes dentro de la masera grande.
A tal fin, como la experiencia es el alma de todo conocimiento, se había
guardado la sal marina sobrante de la misma faena del año antes y, si era
menester, se compraba alguna más pues, esa misma sal era la que se echaba al
puchero durante los doce meses. Antes de nada, se asentaba la masera, ahora
recipiente para el salado, de manera que soportase una pequeña inclinación
longitudinal, para la evacuación de los líquidos sobrantes de la carne en los
días de sal, mediante un pequeño orificio, que a tal fin ya había practicado el
carpintero en el momento de armarla. Acto seguido, el salador echaba una capa de
ello para cubrir toda la madera del suelo de la masera, después, en uno o varios
horizontes, colocaba primero los tocinos y encima, la careta, las patas, los
lacones, los jamones, las espaldas y el espinazo. De todo este material, lo más
delicado son los jamones, porque acumulan mucho espesor de magro y algunos
huesos internos; por eso, antes de meterlos en la sal, era de sumo interés el
apretarlos mucho, con el objeto de extraerles el máximo líquido de su interior.
Además, en el momento de salar había que tener mucho cuidado de que las piezas
no se tocaran entre sí y de rellenar bien con sal todos los intersticios ya que,
de lo contrario, la carne se estropeaba y tomaba un cierto sabor a humedad. En
un par de días casi todas las piezas habían cogido ya la sal suficiente. Los
jamones tenían que permanecer enterrados en la sal tantos días como kilos pesase
cada uno. Cumplido el tiempo eran sacados de la sal, que se limpiaba bien y, tal
y como se había hecho con los chorizos, botillos, morcillas, andollas, lomos,
solomillos, lengua y el resto del salazón, pasaban a ser colgados de unos clavos
encima de la lareira, a unos dos metros de altura, de las viguetas que sostenían
las tablas abocinadas y negras del hollín, rematadas por la troneira o chimenea
exterior, forrada de pizarras. De dichas viguetas salía otra perpendicular a las
mismas y a las cuales unía y aseguraba aún más. Del centro de ésta colgaba la
gramalleira en cuyo cabo inferior se sujetaba el pote unas veces y en otras
descansaba encima del trébede, bajo el que ardía la leña del lar; cuyo centro, a
su vez, formaba una plomada perfecta con el eje de la troneira. A medida que
iban secando Los diferentes pares salados, eran trasladados a las vigas de la
bodega, colgados también de puntas gruesas o clavos. Los jamones permanecían
vinculados al calor del fuego durante más tiempo y, según hemos oído a algunos
viejos, sólo se retiraban, fartos ya de humo y secos como gancios,
el primer viernes de marzo. Lo de marzo tiene su lógica, pues ya casi llevaban
tres meses al calor del humero, pero lo del viernes, hasta la fecha, aún no lo
hemos podido averiguar.
Toda esta carne curada y los otros derivados del cerdo
fueron definitivos en el siempre escaso aporte proteico de nuestros antepasados.
Ora unos chorizos ora un botillo, hoy un pedazo de tocino
mañana un botillo, más tarde se encetaba una espalda o un jamón, el lomo y los
chorizos gruesos para las celebraciones…y, además, siempre había que reservar
algo en la despensa por si se presentaba un imprevisto o empeoraban los
tiempos…, pues el año era mucho más largo que en el presente.
Una de las ceremonias mejor conservadas en las aldeas de
estas tierras, es el de guardar para el último día anterior a la cuaresma, para
el martes de carnaval o carnestolendas, el único botillo superviviente que,
aunque había años en los que tal pieza ya tenía un cierto sabor a rancio, por
estar tan avanzada la temporada,
siempre se degustaba con especial dedicación.
La cena de este segundo día de matanza era una de las más
esperadas del año.
Se iniciaba con unos entrantes a base de una ensalada de
pimientos en vinagre y cebolla, servidos en frío. A continuación, en cazuelas de
barro, se degustaban unas tapitas de hígado y riñones, condimentados con
bastante pimentón picante y sal, para que el jarro, el porrón o la bota de vino
no se detuviesen. Acto seguido, las mujeres ponían unos largueros de repollo de
Castilla, sazonado con con un sofrito de ajos en manteca; y, al mismo tiempo, en
otras fuentes se presentaba a la mesa el lomo troceado, cocido en la propia
manteca que, para tal efecto, ya se había hecho alguna por la mañana. Este plato
se cocina en una gran fuente o tartera de Pereruela sobre la chapa de la cocina
de leña; para ello, se ponía a calentar la fuente con un poco de agua al fondo
y, cuando a juicio del ama de casa había alcanzado la temperatura adecuada, se
añadía la manteca y el lomo, dándole vueltas con una cuchara de madera casi de
continuo. Al cabo de unas dos horas se le añadía la sal y, con otras pocas
vueltas, estaban listo para degustar sus delicias.[19]
Nunca olvidaré el intenso perfume que evaporaban
aquellas ollas y tarteras de Pereruela con el lomo guisándose dentro por toda la
cocina, pues, si en el arte culinario hay olores que embriagan, éste y el olor
del pan cuando se está cociendo en horno de arcilla, son dos de los más queridos
y que permanecerán para siempre en nuestros cerebros, en la región que habitan
los recuerdos y las emociones imborrables.
Muchas veces me pregunto sobre cómo se colocarían en estas
fiestas 25 ó 30 personas, cuando la pieza apenas tenía 13 ó 14 metros cuadrados.
Lo cierto es que la mayoría de las mujeres comían de pie, sirviendo aquí y
recogiendo allá. A los niños se les habilitaba una pequeña mesa en algún rincón
de la cocina. Las casas que disponían de una alcoba, que podía ser dedicada a
comedor provisional, la ocupaban los hombres, reservando la cocina, más
caliente, para los niños y las mujeres
No eran infrecuentes las familias que, al compás del vino y
la pitanza, unos levantaban la voz y los otros les respondían más alto,
enzarzándose en discusiones, cuyos efectos no duraban más tiempo que el que
tardaban en diluirse los vapores báquicos.
Si algún adulto profería un exabrupto, palabra altisonante
o hacía un comentario que rayaba las fronteras de aquello que, el común de los
asistentes, entendía como moral u honesto, casi siempre una voz femenina
anunciaba:¡Cuidado, hay ropa tendida!
Alertando a los despistados sobre la presencia infantil,
para que en adelante se tomasen precauciones antes de hacer o de decir.
Resuelta la cena, comenzaba el tiempo de los naipes. Casi
siempre se jugaba al tute de cuatro, a la subasta, al tute cabrón o a la brisca
de seis, en la cual también solían participar las mujeres. En otro corrillo se
hacía grande el fiandón. Los mozalbetes, ellos y ellas, inventaban una
escapadita, para contar algún secreto o fumar un cigarrillo que, a hurtadillas,
les habían sustraído a los mayores. De entre los niños, unos contaban cuentos y
aventuras fabulosas que el tiempo jamás se podrá llevar y, los más pequeños
dormitaban tras las espaldas de sus padres en los anchos escaños.
Finalmente, fueron cesando las trovas, los naipes
descansaron, la bota de vino olvidó sus trotares,las
consejas quedaron aparcadas hasta nuevos fiandones y, cuando la campana de
Cariacedo llamó a los monjes para maitines, las familias, que habían venido para
la matanza, se retiraban definitivamente para sus casas en la fría noche. Los
papás, aparentándolos contra sus pechos, arropaban con chaquetones y mantillas a
sus hijos menores.
El grueso de la matanza había concluido. La mayoría de las
familias, que ahora marchaban sorteando charcos y morrillos, casi a tientas en
la oscuridad, ya no volverían a la casa que dejaban atrás, para efectuar los
mismos trabajos y festejos hasta el año próximo.
El tercer día.
Amanecido el tercer día, después de tomar el desayuno, que
solía consistir en una cazuela de caldo con algún sobrante de la víspera, tomado
de la alacena, la mujer de la casa atondaba las faenas que le eran propias,
despachaba las gallinas y los cerdos;
mientras tanto, el hombre daba la parva a la parejaa
y al caballo, mulo o asno.
Respecto al desayuno, recuerdo que la leche era bastante
escasa, porque provenía de animales de carga y tiro y, además, antes de secarse
la vaca, la mayor parte de la leche que producía la mamaba el ternero
El tal ternero, si era macho, se destinaba a la venta;
pero, si se trataba de una hembra, en muchas ocasiones se recriaba para, una vez
alcanzada la edad, sustituir en la pareja a la vaca más vieja. Retomando lo de
la leche, no me olvido que, a finales de los 50 y principios de los 60, en las
charlas de los niños no estaba bien considerado aquel que decía que había tomado
leche para desayunar, porque te podían calificar de algo así como afeminado. Por
eso, si la leche migada había sido lo que uno había tomado antes de ir a la
escuela, era mucho mejor decir que habías comido un par de huevos o pan con
chorizo o con jamón, para no ser objeto de burlas y escarnios, ni que se pusiese
en duda o se mancillase la virilidad de uno, tan encumbrada por aquel entonces.
Había también padres, o abuelos que hacían de padres, quienes, antes de partir
los niños para la escuela en el invierno, les daban pan mojado en aguardiente,
para aplacar el frío, sumar calorías o…
La misma receta servía para las meriendas. Nada avalaba
mejor tu hombría que salir por el pueblo merendando un pedazo de tocino o jamón
encima de un gran anaco de pan y encima disponías de navaja para ir cortándolo,
tenías ya asegurado para siempre el respeto y la admiración de tus iguales. Para
mi desgracia de entonces, jamás dispuse de una navaja, porque, además de no
disponer de recursos crediticios, mamá y la maestra nos lo tenían
terminantemente prohibido, so pena de una tunda en el mismo instante en el que
te descubriesen con el arma del delito y, para la vida en el más allá,
candidato a ocupar una plaza en el luctuoso y terrible infierno, abrasándonos
entre gemidos en las eternas llamas de Satanás, negro, rabilargo y cornudo,
dirigiendo con sonrisa malévola a sus subalternos, portadores de tridentes y de
rabos más cortos.
Unos años más tarde me dio por pensar en los inescrutables
motivos del eterno enojo de dios, en la circunstancia de su más que dudosa
bondad en el día de la ira y sobre el color de los diablos y diablesas en el
infierno de los negros, amarillos, cobrizos o aceitunados.
Pero, a pesar de todo, en aquella infancia me tenía
encandilado una navajita de madera con incisiones negras y rojas en oblicuo,
creo que fabricada en Taramundi, con un filo que, al cerrarse, se engastaba en
el interior de sus cachas y, aquí estaba la grandeza, un tenedorcito también de
metal y que se plegaba a voluntad sobre el lomo de las mismas.
Consideré entonces afortunadísimos a los poseedores de
aquella maravillosa maquinita que, por un lado les permitía cortar y, sin
cambiar de herramienta, pinchar y llevar hasta la boca el producto del corte
anterior…
Otras meriendas más humildes se tramitaban con ingredientes
muy sencillos a base de pan mojado con vino y un poco de azúcar, pan untado con
tocino cocido, pan con aceite y azúcar y, en pocas tardes, la nata de la leche
extendida en una rebanada del mismo pan. Porque lo del tulipán, el chocolate y
la nocilla aún no se habían inventado en aquella época para nuestras meriendas.
Pero prosigamos con el día tercero.
Tras despachar los bichos, que así se decía entonces, el
patrón de la casa había marchado para ganar el jornal en una empresa o a las
faenas del campo, esvirando o limpiando prados presas, preándole fuego a la
maleza, atropando feixes de leña para hacer más grande la pila o ramallada,
podando…Al mismo tiempo el ama de la casa hacía la grasa en una gran olla de
barro o de hierro fino con baño de porcelana. Primero troceaba los pedazos de
grasa y los iba depositando en el interior de la tartera, a continuación, con un
cucharón de madera les daba vueltas a cada ratito, mientras trajinaba con la
comida y otras labores. Al final de la mañana la grasa se había derretido, se
sacaban los chicharrones con una espumadera y se guardaban dentro de la alacena
en una fuente de barro con tapa. Con un pedazo de pan y un puñado de
chicharrones se ejecutaban muchas meriendas y desayunos por aquel entonces. La
grasa, aún líquida, de color aceitoso y de olor buenísimo, se arrojaba con gran
cuidado dentro de una puchera de arcilla, que había comprado a los cacharreiros
o alfareros de Portomourisco en la cercana comarca orensana de Valdeorras. Esta
vasija de barro tenía su propia tapa también en arcilla de corcho extraído del
alcornoque o del sufreiro. Con el frío la manteca se solidificaba al poco y se
volvía blanca como la nieve. De esta vasija, cada día extraería la mujer una
cucharada para echar al caldo, freír unos huevos, hacer un rechino. Esta cántara
de barro se conservaba en lugar oscuro y fresco.
Cuando la manteca infelizmente se acababa, se suplían sus
funciones con un pedazo de tocino en la sartén, para conseguir la grasa tan
necesaria; de ahí que, en los tiempos de suma escasez, se cambiasen los jamones
del cerdo por un peso equivalente en tocino que venía de Castilla en las ferias
de Villafranca, Cacabelos, El Espino o Ponferrada.
Con los chicharrones o roxois se confeccionaba en ocasiones
un torto muy sabroso. Primero se picaban muy menuditos los chicharrones, luego
se envolvían en harina y se amasaba bien la pasta, se estiraba con un rodillo de
madera o una botella, se añadían unos granos de azúcar encima y se horneaba.
Dulce o sin él, caliente o frío, este torto era un regalo exquisito al paladar,
de los niños sobre todo.
Para la comida de ese día tercero, ya sin invitados, se
freía una mozada del mondongo o zorza, para escudriñar el acierto en torno a la
sal y pimentón de los inminentes chorizos. Todos daban su opinión al respecto,
pero casi siempre el ama añadía una pizca de sal aquí o un polvillo de pimentón
por allá. Para este día y el siguiente se preparaba una olla de caldo muy
sabroso. Pues se condimentaba con la gelatina o rebro del lomo de la víspera.
Para la cena se probaba también el grado de sal y las otras especias del
botillo.
El cuarto día
El cuarto día se embutían los chorizos, andollas, morcillas
botillos, lomos y lengua. Esta faena la realizaban manualmente las mujeres.
Después llegaron las máquinas, cuyas manivelas eran movidas por el brazo humano
y, desde hace unos 20 años por electricidad. Completado el llenado, se cerraban
ambos extremos de la tripa con una cuerda fina o bramante. Frecuentemente estas
longanizas cercanas al metro de longitud, eran subdivididas con el mismo
bramante en chorizos de unos 12 cms. De largo, practicando unos cuellos hendidos
entre cada uno. El chorizo gordo, fabricado con las tripas del intestino grueso,
se conservaba durante más tiempo y lo empleaban para las fiestas y los trabajos
de la siega y la maja en el verano. El procedimiento de embutir, a pesar de las
máquinas, sigue siendo lento, porque hay que cuidar de sacar el aire para que no
se estropeen los chorizos.
Todo el embutido se colgaba alrededor de las maderas del
lar, para que el fuego las fuese secando paulatinamente. Era una riqueza
observar todo este comestible adornando el cuadrilátero de la troneira y, los
moradores de la casa, al contemplar el hermoso paisaje,
Se decían para sí mismos:
¡En esta casa
ha llegado la abundancia, y, al menos por un tiempo, hemos ahuyentado las
desdichas!
El 17 de Enero se celebra san Antonio abad o san Antonio
lacoeiro. Muchos pueblos habían adoptado esta fecha como la fiesta del invierno
y se iniciaba como sigue: un mayordomo,
encargado de gestionar la fiesta, salía a pedir por el pueblo y, dado que el
dinero en metálico era por entonces más escaso que las mangas del chaleco, las
gentes le daban lacones, chorizos, huevos, garbanzos…Unas fechas antes del
festejo, todos los donativos se rifaban en pública subasta y con el dinero
resultante se le pagaba al cura la misa del santo, el ministro del cielo
compraba cera (velas y velones) para todo el año y se pagaban las minutas del
flautista-tamborileiro, que animaría la fiesta y el baile en honor del santo
patrón. A estas fiestas solían acudir a Villavieja las gentes de los pueblos
vecinos a las que, de inmediato, se les devolvía la visita, porque el 20 era el
san Fabián en Chana, el 22 san Vicente en Borrenes, el 25 san Pablo en Orellán,
el 2 de febrero. Las Candelas en Priaranza del Bierzo, el 3 san Blas en
Villaverde de la abadía…Había quien no dormía prácticamente nada en esos días
por jugar a la brisca y peregrinando de fiesta en fiesta. A este respecto el
proverbio popular era elocuente y revelador:
Vimos das Candelas e vamos pra o san Blas, aproveitaros mociñas que festiñas
non hay más.
En inequívoca alusión a la inminente llegada de la Cuaresma
o largo periodo en el que los bailes y la música estaban prohibidos por la
autoridad competente.
En este tiempo la tierra continuaba estéril de frutos y se
aprovechaba para podar leñosos y los frutales de entonces, todos de alto porte.
Con la máxima ansiedad y deleite, ya curados, se probaban
los chorizos, andollas y se daba cuenta de la mayoría de los botillos. Pero, de
éstos últimos, todos los años se reservaba uno para el día de entroido o martes
de carnaval, también denominado de carnestolendas, pues después entraba la
cuaresma y, o pagabas la bula, o había que abstenerse de comer carne en muchos
de los cuaresmales días, lo cual no era nada difícil porque la matanza siempre
era escasa, dado el elevado número de los miembros de las familias de hace 30
años hacia atrás. El agua en que cocía el botillo se aprovechaba con esmero para
hacer el caldo de berzas, pues ya lo recuerda el refrán: las berzas en Xaneiro
gustan a carneiro.
Diciembre y enero eran los meses en los que más giraban el
rodiezno y los álabes del molino, dado que no se regaban ni prados ni huertas,
ni chopos ni frutales, pudiendo tener para la molienda un caudal de agua
abundante y continuo. La harina se guardaba
En un arca, apretándola muy bien, de forma que no entrase
el aire, ues, al llevar el germen del cereal, corría el riesgo de oxidación.
Cuando era menester preparar la harina para hacer una
hornada de pan, con un plato cortaban tajadas de dicha harina prensada, después
se cernía con la piñeira, para separar la mayor parte del salvado, cáscara o
tercerilla, que era destinado para el consumo de los animales.
En febrero
busca la sombra el perro. En marzo el perro y el amo.
Febrero
merendero.
Perdiz en
febrero, búscala en el xebrero (lugar frío).
En febrero un
rato al sol y otro al humero,
porque ya los días son más largos pero,
Aunque la
Candelaria
llore, que deje de llorar, la mitad del invierno está por pasar,
canta el mismo señor de los refranes.
Los días carnestolendados de la cuaresma se elaboraban
platos a base de verduras y pescados, como el pulpo, chicharros, sardinas,
bacalao en salazón.
Con el bacalao deshebrado, arroz, patatas y las especias de
siempre se hacía una comida muy sabrosa.
Una variante del bacalao, después de ser desalado,
consistía en cortarlo en pedazos medianos que, tras rebozarlos en huevo, se
freían en la sartén. Se trataba de un plato muy apetitoso.
Marzo
Marzo Es el mes en el que se siembran las patatas
tempranas, castellanas o riojanas (las de la cosecha, más seruendas, llamadas
rizas, se sembraban en junio en tierra de secano y se recogían en
octubre-noviembre), se plantaban los primeros puerros en huertos pequeños y con
azada, se remataba la poda de las viñas…
En marzo el viento arrastra a ratos las nubes, motivando
ora aguaceros racheados e intermitentes ora tornasolando las montañas del color
del mar. En otros muchos momentos el cierzo se troca en violento ventarrón,
azotando impío las flores últimas del almendro, del espino albar y de la uz.
Mas, en pocos suspiros, las ráfagas de sol consiguen abrirse paso entre el plomo
del cielo y caldear cariñosamente al resto del desnudo arbóreo, en pleno periodo
de desborre y a todo aquel que tiene la fortuna de ser acariciado por sus
tiernos dedos. Pasados algunos minutos nada más, retornan las ráfagas de miento
y las zorroadas de agua. El decir popular sentencia:
Marzo airoso,
abril lluvioso, sacan a mayo florido y hermoso.
Marzo igualarzo
(pues se igualan los días y las noches)
Ollo a perdiz
si canta en marzo, año feliz.
Pascuas
marciales, hambres y mortalidades.
Marzo espigarzo
y abril espigas mil.
Es el tiempo en el que se inicia la cava de las viñas y el
amo de las cepas animaba al bracero con estas palabras:
Has me de vir a
cava e einche dar da barbada.
La barbada era esa parte del cerdo, entreverada y tan
sabrosa, como ya hemos visto.
El bacalao en salazón, hervido con cebolla y huevos furos
era otra comida muy socorrida para la cava de las viñas.
Hay que matizar que, hasta mediados del s.XX, por estos
pueblos se entendía que, durante el invierno, el ir a trabajar por la comida, ya
era ganar un buen jornal.
Por marzo se sembraban los garbanzos y las pedrellas, que
se apicaban o escardaban en junio o julio, dependiendo de cómo viniese el año de
criador.
Las gallinas recuperan la puesta de huevos: al calor del
buen tiempo se multiplican sus alimentos de todo tipo, desde un caracol a una
lombriz de tierra, un insecto o alguna de las mil plántulas que comienzan a
germinar. Aislados en nuestros recuerdos más queridos, estarán siempre aquellos
olores que, desde muchas casas y en no pocos atardeceres, acompañaban los
últimos de nuestros juegos vespertinos, en aquellos cálidos ratos, entre el día
y la noche, que compartíamos con las golondrinas, peregrinas pregoneras de la
primavera .Se trataba de:
La sin par y jamás ensalzada lo suficiente tortilla de
patatas con ensalada de las primeras lechugas. La tortilla podía ser mejorada
algo si, en vez de un par de huevos batidos, llevaba 3 ó 4. La tortilla podía
alcanzar la gloria del paladar en los días que, en vez del sucedáneo de aceite,
las patatas se freían con un rechinado de tocino o una cucharada de manteca del
año. A veces la ensalada era de cebollas, pimientos en vinagre o berros. A
continuación un plato de caldo, en cualquiera de sus múltiples variantes
comarcanas.
Después, para la cama, a no ser algunos sábados en los que
los padres nos dejaban salir otro ratillo para jugar tras la cena; en tales
momentos, henchidos de gozo, tocábamos el cielo definitivamente.
En la segunda mitad
del invierno, en días muy concretos a causa de la escasez de las mismas, se
preparaban castañas pilongas con panceta o chorizo. Se trataba de las últimas
castañas, secas y a las que se había quitado la piel externa. Tras cocerlas, se
les retiraba, asimismo, la piel interior y se servían con unos pedazos de tocino
o chorizo, recién cocinados también.
En alguna ocasión, y para la cena, esas castañas cocidas se
tomaban con un tazón de leche.
Cuando marzo
mayea, mayo marcea.
Marzo sacou a
vella a o sol e matoua de un pedrazo.
Marzo airoso,
abril lluvioso sacan a mayo florido y hermoso.
Desde primeros de marzo y durante unas 2ó 3 semanas, se
preparaba un plato muy característico del momento a base de bertones o bertois,
que en otros pueblos llaman cimones o cimois.
Se trata de los tiernos brotes de los nabos y de las berzas
que, con la llegada de los primeros calores crecen con rapidez. Estos brotes o
bertones se cuecen con cachelos y, escurridos, se ponen a la mesa con huevos
cocidos y unos torreznos o panceta frita.
En cuanto pueda te enviaré los alimentos y platos de la
primavera y verano, si entiendes que el modelo te satisface. Si lo prefieres de
otra forma me lo dices y ya está.
Saludos de Javier.
Con un halo de tristeza he leído profundamente toda esta
magnifica descripción que Javier hace de las costumbres centenarias del Bierzo
de producir y cocinar sus propios alimentos y del entorno en el cual se
desarrollan. Él escribe en pretérito como si todo ya ha sido, sin esperanza de
continuidad por lo que todavía existe, como si las viejas y buenas costumbres
hubieran sido enterradas. Si por eso fuera, este sitio no existiría. Pero, cuando lo hace al presente,
se abre una esperanza, la misma que creo, él también tiene en un rinconcito de
su corazón. El avasallamiento de lo nuestro no debe suscitar nostalgia solamente
o resignación, sino tomar conciencia a no quedar indiferentes.