Los Sitios de La Cocina de Pasqualino Marchese
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La cocina berciana Segunda parte
La primavera y el verano Pasqualino, te envío lo que restaba de mi compromiso y he conseguido conocer o recordar de esa cocina tradicional berciana. Si deseas aclarar algo, no dudes en comunicármelo. Muchísima suerte y salud para ti y los que te rodean.
La primavera Pasqualino, te envío lo que restaba de mi compromiso y he conseguido conocer o recordar de esa cocina tradicional berciana. Si deseas aclarar algo, no dudes en comunicármelo. Muchísima suerte y salud para ti y los que te rodean.
La primavera A golpes de sol, ráfagas de viento y nubes viajeras preñadas de vida, florecen en las montañas la uz, los piornos,el toxo y la carqueixa; mientras que en los claros del bosque y en los prados de la llanura, se exhiben las violetas, paniquesos, como muestra y señal profética de lo que está a punto de llegar. Y, al mismo tiempo que la flor de la mimosa, se extinguen las últimas marciadas ventosas en los días en que el dios de la guerra da por concluida su victoria sobre el invierno. En abril, sin perder un minuto, se encienden los colores de los cerezos, guindaleras, perales, manzanos, ciruelos bravos o injertos, en la llanura y en la montaña, silvestres o domesticados con sus cálices multicolores, flanqueados por las hojitas que nacen tímidas y tiernas. Se multiplican de esta forma los eslabones de aquella cadena, que, en febrero, se había iniciado con el hinchado de las yemas, desborres y botones rosas en marzo; pero, la verdadera explosión de luces, contrastes de colores, olores que prenden por su dulzura, cantos de pájaros, cálidas caricias al mediodía, zumbidos de abejas y ocasos ardientes, tiene lugar en torno a la segunda mitad de abril, momento en que todos los cantos de la naturaleza se aúnan, con trajes de pavos reales y abanicos de mariposas, para estallar en una explosiva sinfonía victoriosa que, desde los ríos, prados y frondosos de ribera, a través de los robledales y viñedos, cruza las fuentes, penetra el sotobosque, escala las montañas y se yergue más allá de la atmósfera, inunda cada átomo del cosmos y embriaga todos los sentidos. Al caer la noche, se suman a la fiesta los croares intermitentes de alegres cuadrillas de ranas en el[1] chauguazal y de alfonsicos[2] en el secano, bajo la gran bóveda turquesa sembrada de titilantes lentejuelas de plata. Así de atronador y centelleante es el renacer de la vida en nuestro país.
Si el cuco no canta el veinte de abril, es que está enfermo o va a morir. En abril aguas mil. Mañanitas de abril dejádmelas dormir.
Es el tiempo en que se comienzan a saborear las habas de mayo que, dependiendo de la zona de la comarca, también se llaman galegos, fabotas o carracholas. Se pueden comer de diferentes maneras: Tiernas y con las vainas se cuecen con patatas y se toman, escurridas y calientes, tras aliñarlas con un sofrito. Si se dejan enfriar, regadas con unas gotas de aceite de oliva, se comen como ensalada de temporada. Cuando la haba ya va curada, se espregona saca de la vaina, se cuecen y, tras escurrirlas, se pasan por la sartén y se aderezan con un sofrito o con torreznos. Estas habas secas y conservadas en lugar ventilado, oscuro y sin humedad, se consumían de muy diferentes maneras en otras épocas, dejándolas a remojo desde la noche anterior. Sobre todo se comían con patatas o en tortilla con tropezones de chorizo, jamón o panceta. Para las ensaladas ya comienzan a disfrutarse las primeras cebolletas, abundan también distintas variedades de lechugas que, con unas aceitunas y bonito en vinagre, están riquísimas.
Hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo. En mayo queima a vella o tallo. Marzo anidarzo, abril huevil y mayo pajarayo. Chova (llueva) en mayo, aunque non chova en todo o ano (año). San Miguel, ponme el alma en el peso del bien[3].
Los dos primeros refranes aluden a la singular climatología de acá que, cada tres años de promedio, prepara alguna mala pasada a los agricultores con heladas en la primera quincena. A comienzos de mayo se concluye la cava de las viñas. La puesta de las gallinas se incrementa con las horas de sol. Sus frutos, batidos, cocidos, fritos o en tortilla de patatas estaban presentes en casi todas las comidas y algunas bebidas[4]. Ya se pueden probar, junto con los galegos más curados, los primeros guisantes, cocidos con patatas y arreglados con un sofrito de ajo con pimentón, con pedacitos de jamón o tocino pasados por la sartén. Crecen vivaces las colinas (coíñas), berzas que pueden durar 2 ó 3 años que, hervidas con alubias pintas o garbanzos con patatas y, añadiendo al puchero algo del santificado cerdo, componen magníficos platos en cualquier época, pero las berzas de primavera tienen un comer maravilloso. Llegan las primeras cerezas, alcachofas, zanahorias y espárragos. También se pueden degustar algunas fresas tempranas cultivadas y, las silvestres, de los prados y de los márgenes de los arroyos, llamados almorándanos, amerodos o meruéndanos, se hacen esperar hasta mediados del mes de Juno. Las flores[5] del saúco o sabugueiro, de las vides bravas y la madreselva perfuman los caminos y senderos. Algunos terrenos incultos se adornan con alfombras de amapolas de rojo exultante, al tiempo que las flotantes y omnipresentes flores del chopo vulneran nuestra intimidad buconasal. Se trasplantan desde los semilleros a los huertos los pimientos, tomates, cebollas, lechuguines, remolacha egipcia, etc.
Mañanitas de san Juan, cuando la zorra madruga, quien con vino se acuesta, con agua se desayuna. En la mañana de san Juan se sacaban las mantas para desinfectarlas. Por san Juan a sardiña molla o pan.
En junio se segaban la hierba para forraje seco de invierno y la cebada[6] para majar el grano. Estas siegas significaban unas labores muy relevantes, puesto que eran el alimento básico de la pareja de vacuno y los otros granívoros domésticos durante el largo invierno. Cuando el herbazal ya estaba curado y a punto de guadaña, los labradores acondicionaban el pajar cubierto o el medero[7] para su ubicación definitiva. La siega, secado, transporte, almacenamiento y conservación del heno llenaban de trabajo y sudor a los campesinos en la segunda mitad de junio y la primera de julio. Al finalizar estas labores, se emprendía la siega a hoz del trigo y el centeno, de no menos importancia. En mi niñez y adolescencia viví con harto deleite y fantasía estas faenas tan trascendentales en la vida campesina y en la lucha por la supervivencia, que trataré de recordarlas, junto con las viandas que lo hacían posible. Antes de comenzar la guadaña[8], los parientes, amigos y vecinos acordaban las ayudas mutuas y los turnos para cada quien. El día fijado, antes del alba, tomada la parva en la que no faltaba el aguardiente, partía la cuadrilla, desde la casa del amo, hacia el primer prado o lameira, en la que el herbazal iba a ser abatido. Las gentes marchaban alegres, pues el frescor de la madrugada y el ruidoso despertar del nuevo día invitaban a los cantos de siega y las animadas charlas. Portaban en bandolera las botas del vino[9], en la cintura el cachapo[10], la merienda en el zurrón y al hombro las guadañas, Cabruñadas[11] y bien afiladas la víspera.
Lo primero que hacían los segadores al llegar a la finca, era proteger la bebida y el almuerzo[12] de los furibundos dardos del sol, que no tardarían en llegar. Para ello, hacían lo mismo que siempre y acudían a la umbría de unas matas, veirones[13], árboles próximos, muradales[14], etc. Y, si nada de lo anterior había por las cercanías, el vino y la merienda se guardaban bajo una gruesa capa de hierba mojada por el rocío nocturno, que a tal efecto, era lo primero que se segaba. Los envoltorios de los alimentos eran del espesor y hermetismo adecuados para resistir el embate de los depredadores, hormigas, ratones, lagartos, pájaros…
Ya en faena, los segadores se situaban escalonadamente tras el amo y a una distancia de seguridad del que iba delante. Cuando el sol apretaba, los guadañantes colocaban el pañuelo extendido sobre su cabeza, bajo el sombrero o la boina, para contener los regueros de sudor. Cada cuarto de hora, más o menos, afilaban las guadañas, embotadas por una costra parda, que se formaba del contacto entre el polvo y la humedad. La cosa se complicaba mucho más si en el prado abundaban los montoncitos de tierra de los hormigueros y toperas. Antes del afilado, era necesario eliminar de impurezas la hoja de la guadaña con un puñado de larga hierba, que se plegaba dos veces sobre sí misma con el fin de que el haz fuese más resistente y limpiase más fácilmente las dos partes de la acerada hoja y, de paso, favorecer la seguridad del maniobrante. Hecho esto, ya se podía sacar la mojada piedra del cachapo y afilar el acero, mediante movimientos acompasados, deslizantes y alternativos entre las dos caras de la hoja, por manos expertas: una mantenía firme el apero, sujetándolo por la intersección del mástil, vertical e hincado contra el suelo y afirmado a la vez por el pie izquierdo sobre la empuñadura exterior, con el filo horizontal a la altura del pecho, mientras que con la mano derecha se acogía la piedra de corindón, situando el índice a lo largo del lomo de la misma, para una mayor sujeción y seguridad durante el aguzado o afilado. Las guadañas eran para los diestros o ambidiestros. Quienes se defendían con la izquierda lo tenían muy complicado en aquellos tiempos en que, hasta los maestros, ataban esa mano al respaldo del pupitre a los escolares, que apuntaban tan peligrosa inclinación. Los cantos metálicos de la piedra de afilar contra la guadaña, como gritos del rayo apuñalando el cielo desde cualquier esquina, escuchándose más cerca o en la lejanía, por la mañana o en horas vespertinas, alegrando el valle y los altos en el tiempo de la siega, los conservo en mi memoria como tesoros indelebles y dulces, que afectan al corazón. Los cordones, roldos, o liños de espesa hierva, que almacenaba la guadaña al completar su cóncavo recorrido, debían ser esparcidos, a fin de que el sol los tostase por igual y, al día siguiente y para que el secado fuese uniforme, se le daba la vuelta con una forcada[15]. Al atardecer, se amontonaba para evitar los efectos de una nueva rociada o la lluvia antes del transporte al pajar. En el trabajo de esparcido y volteo de la hierba participaban también las mujeres que traían la comida para los segadores y, si ya habían alcanzado las soñadas vacaciones de verano, también colaboraban los niños. El olor de la hierba cortada y en pleno proceso de secado es una de las más perfumadas y ricas aromas que pueden alegrar el olfato del viajero. Cuando llegaban los carros de hierba al pajar, se encargaba a los niños el trabajo de pisar y repisar la hierba para que cupiese más, como si se tratase de un juego. En cada carro que se embutía en el pajar, una persona mayor esparcía sal gorda sobre las capas de hierba para su conservación. Pero lo cierto era que, al finalizar el trabajo, salíamos a la luz sudorosos, ennegrecidos por el polvo adherido a la misma y, frecuentemente, arañados por los picos de zarzas y gabanceiras[16] que, sin querer, habían viajado en el carro. Un par de veces o tres, durante la mañana, se detenían los segadores para echar un cigarro y visitar la bendita bota de vino. La más larga parada era la del almuerzo, sentados a la sombra y paladeando los secos manjares:
De la hogaza del pan se cortaban rebanadas, que, junto con chorizo curado, tocino cocido, jamón, huevos duros o tortilla, conformaban el almuerzo. Para beber, siempre el vino de la cosecha. Si la cuadrilla de obreros era mayor de 3 ó 4 y la faena duraba todo el día, el vino se medía por garrafón, pues las botas se quedaban flacas muy pronto. Cuando los segadores estaban trabajando lejos del pueblo, se les llevaba de comer un cocido de garbanzos, con el consiguiente compango de algún derivado del cerdo. Otros días comían una tortilla de patata con una lata de chicharro, llamada de pandereta, que podía llegar a pesar unos 5 kg. Como ya valían para comer los primeros puerros, les quitaban la envoltura exterior, cortaban la raíz, y del tronco se aprovechaba hasta unos 5 centímetros De la cabeza, a la cual se le hacía dos cortes longitudinales en cruz, en cuyo interior se les aplicaba un poco de pimentón, unas arenas de sal y el aceite del propio escabeche y… ¡estaban de muerte! La cena, dado el prolongado trabajo diurno y la escasez del tiempo, se solía confeccionar a base de ensaladas, jamón o chorizos cortados encima de una rebanada de pan y teniendo a mano el jarro o porrón de vino. Con la entrada del verano comenzaban a llegar por los pueblos las sardinas y chicharros que, a lomos de una caballería o en la bicicleta, repartía en una caja de madera con hielo y helechos el pescadero, parapetado tras su delantal de rayas verdinegras y horizontales, haciéndose escuchar con una tonadilla inconfundible. Por los pueblos ribereños del Sil y sus afluentes, pero de forma menos ruidosa, aparecían a menudo gentes con un cesto de peces, que, por haber sido capturados de forma furtiva, los vendían clandestinamente y a bajo precio. Se comían fritos con sal y perejil y, como no se podían conservar de otra manera, los sobrantes se escabechaban con vinagre y laurel. Era habitual comerlos como pincho en la bodega, cuando llegaba algún visitante. Tampoco era infrecuente el preparar unas sopas de ajo en breve tiempo: se doraban cuatro o cinco dientes de ajo en la sartén con una pizca de manteca y se le añadía el pan, que previamente se había tostado algo. Después echaban el pimentón, retirando la sartén del fuego para que no se queme, dándole vueltas, para mezclar bien los ingredientes. A continuación añadían un litro de agua caliente con la sal tasada y, cuando comenzaba a hervir, se esperaba unos 15 minutos. Dos minutos antes de retirar del fuego las sopas, rompían encima de ellas dos huevos frescos y les daban vueltas, deshilachándolos con la cuchara[17]. La ensalada, de puerros y lechuga, se acompañaba a menudo con una tortilla con abundantes huevos nuevos y patatas viejas, salpicadas con taquitos de chorizo sofrito con anterioridad en la blanca manteca. Cuando, hacia finales del mes, se arrancaban las primeras patatas nuevas, se cortaban en tacos alargados y se degustaban con los huevos fritos. El potaje de garbanzos con espinacas o acelgas y bacalao, a los que después de la cocción, se los coronaba con un huevo batido, era un plato relativamente frecuente (el bacalao y el pulpo, a decir de los ancianos de hoy, eran entonces comida de pobres) y, a menudo, se llevaba al campo para el almuerzo de los segadores. Las favotas y los guisantes están en su apogeo y se comían con patatas y un sofrito de tocino o manteca con ajo y pimentón. Aunque ahora ya hay variedades que maduran en mayo, entonces era en junio y julio cuando se podían coger las variedades de cerezas injertas, como la castellana y la mourona,así como múltiples especies de cerezas bravas de porte muy alto, al igual que las guindales silvestres que proliferaban en la margen superior de muchos caminos de los pueblos de montaña y en los linderos de las fincas. Las rojas manzanas sanjuaneras ya alcanzaban su punto de maduración en el tercio solsticial del mes.
Por el Santiago pinta o vago. Mayo granaio, junio segaio y julio mayayo. En julio ya comenzaban a valer también las ciruelas japonesas.
En este mes se comenzaban a coger las judías verdes tempranas, otras variedades de lechuga, pimientos verdes para ensaladas o fritos. Muchos huevos y tortillas servían para acelerar cualquier apretón horario. A finales de junio y comienzos de julio era cuando se completaba el dorado de las mieses y el grano de las espigas endurecía. Entonces, cuadrillas de segadores se juntaban con sus hoces, pañoletas, sombreros y calabazas[18], para recobrar, como todos los años, el rito casi sagrado de la siega del pan[19] que, segado en manillas[20], agavillado, secado, enmanojado, cargado a hombros, acarreado[21], enmedado[22], tendido en el airao[23], majado, venteado y purificado, conservado en la panera o granero, cribado, molido, cernido[24], amasado, leldado[25], cocido en hogazas morenas … por las manos de NUESTROS MAYORES, junto con el vino, fue el alimento mágico durante milenios para las personas de color pálido.
Merece pues ser reverenciado este alimento. Recuerdo que cuando las mujeres terminaban el amasado, en el momento de taparlo con un lienzo blanco y una manta para el leldado, le decían una oración:
Que san Vicente te acreciente y la santa trinidad te despierte.
Confeccionadas las hogazas, debían permanecer en el estrao[26] otra hora y, antes de cubrirlas con el lienzo de nuevo, les dibujaban con la rapadeira[27] el signo de la cruz… El trabajo de la siega debía hacerse lo más rápido posible, por culpa de la lluvia, los pájaros, tejones oteixos, jabalís y otros amigos del grano ajeno. Desde que se ataban los manojos, si no se podía hacer la acarrea de inmediato, juntaban cada tres con el tallo en el suelo y las espigas hacia el cielo, para un mejor secado y evitar males mayores. Otras veces se construían con 15 ó 20 manojos pequeñas medas o morenas. Cuando, al llegar las sombras de la noche, los segadores y segadoras, sudorosos y polvorientos, regresaban a sus hogares, los olores del trigo seco, de la rastrojera desnuda,, la magarza, el morrión, las amapolas y otras plantas y flores semisilvestres, se amasaban en el aire con las rondas de la siega, el alborozo de los grillos y los guiños del lucero vespertino, porque todos estaban celebrando la fiesta De la morena cosecha. Jamás permitiré que huya tampoco de mi memoria el sabroso manjar de aquel pan húmedo y gitano, un poco ácido, bien curado por tener ya varios días o incluso semanas, al merendarlo sólo, con una manzana o un puñado de nueces, mientras pastoreábamos las vacas o unos cabritos en las inmediaciones de un lindo y humilde pueblecito, hoy a punto de morirse, viejo y abandonado, acurrucado en dos arbotantes de los montes Aquilanos. Allí arriba el señoreo de las águilas Y los cantos de cosecha de antaño han dado paso al silencio y barbecho perpetuos, a los montes calcinados de hogaño.
Agosto fina o rostro. Por san Lorenzo, 10 de agosto, se recoge el orégano para que no arda la casa. Por San Bartolo (24 de agosto) planta o repolo (repollo). Y desde San Bartolo al final de septiembre se sembraban los nabos. O que non mallou que mallara, que agosto Ya pasou, auga pra os nabos.
En los pueblos chicos se pasaba todo el mes de agosto majando y las gentes se ayudaban unas a otras. La magia de la maja nos tenía embobados a los niños: el ir y venir de los trabajadores, el trasiego de manojos, el sin cesar ambulante de quienes llevaban la paja para el medero, la agilidad de las volteadoras[28], las voces pidiendo la jarra y el botijo, gritos dirigiendo la circulación, el tableteo de los mallos que lanzaban dos filas de hombres, frente a frente, contra el airao y sincronizados: cuando la fila A torsionaba su cuerpo hacia delante para descargar el mallo contra el trigo, La fila B, erguida, basculaba su cuerpo hacia atrás, para conseguir el mayor recorrido y multiplicar la fuerza cuando asestasen el mallo contra el airao, en el momento en que la fila B se encontrara en la posición contraria. El acoplamiento debía ser perfecto, pues, cuando un componente de la fila A se encontraba inclinado hacia delante, su cabeza y hombros quedaban dentro del giro que un segundo antes o después había o iba a describir, a gran velocidad, el mallo de quien tenía enfrente de la fila B. Los malladores eran muy expertos y no hubo que lamentar ningún accidente, porque, de producirse, hubiese dejado la cabeza del compañero en un estado semejante al que podría presentar una sandía en la acera, tras caer de un quinto piso, o arrancarle el hombro. Cuando la cuadrilla de majadores era amplia y experta, podían majar cuatro airaos en una jornada en los largos días de julio.
En la guerra y posguerra, ante la escasez de hombres jóvenes, las mujeres y los mozalbetes se encargaron de realizar las majas propias y contratar las de los vecinos, que no disponían de brazos a tal fin. Cuentan los viejos que fueron años catastróficos… Nuestra imaginación se dobló, cuando, de pronto, allá por los años 60, comenzaron a llegar las majadoras a motor de gasolina. Esa máquina era tan fabulosa para nosotros que, sin esperar el permiso paterno, bajábamos tres Kms., montaña abajo, para esperarla en la carretera y, cuando subía hacia el pueblo, tirada por vacas, formábamos un enorme cortejo infantil de honor en su derredor. Éramos portadores de tanta ilusión, como cuando bajábamos a esperar la orquesta, con sus trompetas, tambores, acordeón y gigantes altavoces que se colgaban de los árboles, para la fiesta del santo patrón. Antes de comenzar, los majadores tomaban la parva con pan blanco y aguardiente Hacia las siete de la mañana. Al dar las 11 desayunaban huevos fritos o tortilla con chorizo del gordo. Y, siempre a la mano, la hogaza y un garrafón de vino para llenar la jarra, cuantas veces fuese menester.
El vino se consideraba una medicina para los de Ferradillo que eran, según una tabernera de Priaranza, muy bibirriqueiros[29]. Los más pequeños, de entre los que andábamos por el aira, teníamos el encargo de hacer algún recado hasta la casa y actuar como aguadores. Para los días de la maja solía matarse también una cabra u oveja que se cocinaba muy lentamente. Las ensaladas ya se podían adornar también con los sabrosos tomates. En la maja y por las tardes, se preparaban ponches frescos y ricos en proteínas, elaborados como ya queda dicho.
Asimismo, guisados de gallos y conejos, los cocidos, potajes, y las frutas citadas completaban los menús de estos días. En agosto maduran las primeras uvas y algunas variedades de peras. En las fiestas del verano se preparaba muy a menudo una paella con los menudos del cabrito o cordero guisado, que, junto con las ensaladas, conformaban el segundo plato. En tales eventos siempre había un postre de dulces o de flanín, conseguido con los polvos de vainilla, pues el flan de huevo era un desconocido por aquel entonces. Cuando había una vaca parida y se disponía de leche y mantequilla, se elaboraban dulces y galletas a base de harina azúcar, almendras tostadas y troceadas, utilizándose como moldes formas de lata, que vendían los hojalateros y, en su defecto, la boca de un vaso o jarra. Si no se disponía de leche, se sustituía por agua y la mantequilla por manteca de cerdo. Para las fiestas se horneaban las roscas y roscones (con los mismos ingredientes de la rosca, más la levadura) de gran tamaño. Las roscas se hacían con forma de círculo u ovaladas y huecas en su interior, con los ingredientes citados para las galletas, pero sin frutos secos.
Y casi nunca faltaba el brazo gitano, para cuya confección se elaboraba primero el bizcocho con los mismos materiales del roscón, pero de forma mas plana y sin el hueco interior y, en una bandeja se colocaba la primera capa de bizcocho, emborrachado con diferentes licores rebajados con agua o café. A continuación se cubría con una capa de crema pastelera con almendra picada, encima iba otro bizcocho rematado con crema de chocolate y con adornos de merengue y almendras enteras. El brazo gitano era muy alargado y las tartas, más cuadradas, contenían los mismos componentes. Cuando las madres, en las vísperas festivas, se afanaban en el horno comunal en estas dulces tareas, los niños rebosábamos de ilusión y, sobre todo, al permitirnos lamer o rebañar con los dedos la pasta dulce sobrante de las cacerolas y bandejas vacías. Si la leche abundaba, se fabricaban quesos frescos, añadiendo a la leche el cuajo necesario en el recipiente. Al poco, se introducía todo en una tela de algodón o lino, se cerraba sobre sí misma y se colgaba de la higuera, Para que gotease lentamente el suero. En verano ya estaba lista la pasta al día siguiente. Se sacaba de la bolsa y en una fuente se amasaba, adicionándole sal o azúcar, según los gustos de cada cual, y se guardaba en la fresquera, generalmente en la bodega o zona oscura de la casa. Todo el mundo se chupaba también los dedos, al saborear ese queso extendido sobre una rebanada de pan. Con la mantequilla o nata de la leche sobre el pan y unas arenas de azúcar, se conseguía uno de los mayores manjares para la merienda. En nuestra niñez comíamos también todo lo que nos cuadrase los rolos[30], las acedas, las moras, el trigo verde, los brotes tiernos de las zarzas en primavera, verano y otoño…, el polen dentro de las zarzas secas de los veirones en el invierno, porque eran siempre alicientes para la sempiterna curiosidad e investigación en nuestros pasos infantiles, más allá del alimento. Cerca del pozo de la casa, junto a la higuera, la parra y el olivo, las amas de la casa cultivaban también una serie de plantas aromáticas, usadas a veces como medicinas caseras y a veces como condimentos para la comida. El orégano, la ruda, la salvia, la albahaca, el tomillo, el laurel, el perejil, el romero, etc eran las más comunes y que, en Cornatelia aún hoy, seguimos cuidando. Todos los platos que hemos cocinado, se elaboraban en el horno vecinal o en la cocina de leña de las casas, que, casi desaparecidas, significaron el más noble soporte para aquellas comidas imperecederas y casi eternas, que tanto gustaban, porque, aunque de extrema humildad en muchos momentos, eran obras de arte, puesto que nuestras madres y abuelas las hacían con mimo, poco a poco y con mucho cariño.
F. Javier Prada Fernández, Carracedelo Junio de 2006
[1] Zonas ocupadas por presas de riego, charcas, plantas acuáticas y hábitat predilecto de los batracios cantores, cuyas patas traseras o ancas, rebozadas en harina y huevo, son muy apreciadas por algunas gentes tras pasarlas fugazmente por la sartén. [2] Grillos. [3] Este santo se celebra el 8 de mayo y, según la tradición de aquellas gentes humildes, era el encargado de pesar las buenas o malas conductas, como Anubis, el de la cabeza de chacal, en el Egipto faraónico. [4] La más característica se preparaba con huevos batidos, vino y azúcar. El vino se podía sustituir por cerveza. Los ingredientes líquidos debían de estar bien fríos. En mi infancia se tomaba este refrigerio en la maja y en las fiestas de verano y le llamaban ponche. [5] He oído que, estas flores, blancas y palmeadas, hay ecologistas que las preparan con huevos batidos en tortilla deliciosa, al decir de ellos. [6] La cebada verde, que por aquí se llama alcacer, se cortaba en abril y mayo como parte de la ración para el ganado vacuno. [7] De heno o de paja (de cebada, trigo o centeno), que se conformaba en torno a un mástil, de madera clabado en la tierra. De forma cilíndrico-cónica para impedir que penetrase, al vaguñar, la lluvia y aislado del terreno con ramas secas. Generalmente se levantaba este almacén al aire libre, en las eras o en los propios prados. [8] Con este término se conocía también, además del útil cortante, el total de los trabajos que se llevaban a cabo en el tiempo citado. [9] De piel de cabrito vuelta, con pez o brea para impermeabilizarla. Su capacidad podía variar desde medio litro hasta tres. Fue muy famosa una marca de botas, que tenía tres Z grabadas en tinta. El cierre de este recipiente lo componía una boca o canilla de hueso roscado, traspasado por un fino agujero, por el que corría el líquido contra el paladar, una vez elevada la santa al cielo y al apretar las cachas de piel con las manos, mientras los ojos permanecían cerrados, como muestra de reverencia y gratitud a Dionisos, el dios de ello. [10] Se trataba, generalmente, del cuerno vaciado de una vaca que, mediante un enganche se fijaba al cinto. Desmediado de agua, servía para mantener limpia la piedra de afilar. [11] El cabruñado consistía en sacar filo a la guadaña, golpeándola longitudinal y rítmicamente con un martillo biselado contra la mesa del yunque, clavado en el suelo. [12] Entre los campesinos del Bierzo, esta palabra indicaba la parva o el desayuno, jamás la comida. [13] Eran los límites o linderos de las fincas a base de arbustos tupidos y que muy a menudo contenían pinchos y púas, para disuadir su franqueo a los foráneos. [14] Las mismas delimitaciones conformadas por irregulares muros de piedra, como de un metro de altura. En tales muros se buscaban en primavera los caracoles, apetecidos por algunas gentes y que aún se ofrecen en ciertos restaurantes, cocinados con diferentes salsas aromatizadas. [15] Se trata de una herramienta de una pieza de madera, que tiene la forma de una horquilla de unos 30 cms. y cuyo mango mide alrededor de 120 cms. Se seleccionaba de la rama de algún árbol, que apuntaba ya la forma y tamaño ideales. [16] Se trata de una planta, semejante a las zarzas, pero más fuerte y poderosos sus dientes. Los vástagos verdes y tiernos, imperceptibles al guadañador, son inofensivos, pero al secarse endurecen y se clavan en la piel al presionarlos. [17] Este plato era muy socorrido a lo largo de todo el año por múltiples razones, entre las que destacan: su estupendo sabor y las propiedades salutíferas, la rapidez en su elaboración y el reciclado del pan duro. [18] Recipiente vegetal, como el de los antiguos peregrinos, que mantenía la bebida fresca. Cuando la calabaza estaba hecha, se cortaba de la planta y se colgaba en un lugar seco y ventilado para que secasen las semillas de su interior. Esto sucedía en la primavera siguiente, momento en que se extraían dichas semillas y las envolturas celulósicas de su interior, agitando el agua y la sal que, previamente, se habían depositado dentro mediante un embudo, introducido en la boca practicada en el pico de la pieza. [19] Tanto es así que, entre aquellas gentes agradecidas, a las tierras que se les echaban trigo y centeno, se las conocía como las tierras del pan, la escarda del pan, la siega del pan… Hoy, cuando ya se ha perdido la fe, también ha desaparecido esa manera tan sutil de llamar a los valores, esencias y entes sagrados. [20] Cada uno de los pequeños haces como resultado de varios cortes de la hoz. Varias manillas formaban una gavilla o gavelas y estas un manojo o mollo. [21] La acarrea consistía en el transporte de los manojos en el carro. [22] La meda se hacía en la era o aira. Su forma era redondeada, con las espigas hacia adentro y los manojos hacia fuera, para evitar el desgranado, la lluvia y los potenciales depredadores menores. Para disuadir a los mayores, se atrancaba la entrada de la era. Algunas de estas airas eran tan pequeñas, que el carro apenas podía arrousar. [23] El airao consistía en bajar los manojos o mollos de la meda el día de la maja o malla, abrirlos i extenderlos sobre la era en la forma conveniente para el desgranado a golpe de majo o mallo. El mallo es un instrumento de madera con dos palos de roble o encina, unidos por la moca y la capeliza de cuero (a modo de rótula o cruceta). Un palo, que culminaba en la moca, lo agarraba el majador con las dos manos y, elevándolo por encima de su cabeza, hacía girar el otro sobre la capeliza para, bajándolos, descargar sobre el airao los golpes más fuertes y desgranar el pan. [24] Con la piñeira o cedazo, MEDIANTE EL CERNIDO, se separaba la harina del salvao o tercerilla. [25] Proceso mediante el cual, la masa caliente, fermentaba y crecía antes de hacer las hogazas durante una hora y media, aunque en el verano necesita menos tiempo. [26] Tablas que conformaban una especie de mesa en la que se hacían las hogazas, dulces, bollos y empanadas. [27] Se trata de un útil metálico o de madera muy dura, con el que se rapaban o limpiaban, a modo de espátula, los restos de la masa que quedaban en la artesa después de hacer las hogazas. [28] Las volvedoras o volteadoras daban la vuelta a todo el airao, para que fuese majado y desgranado por ambos lados. [29] Bebedores, porque en Ferradillo, que pertenecía al ayuntamiento de Priaranza del Bierzo, enclavado en la alta montaña, no había vino. [30] Así les llamábamos a las cerezas y guindas, cuando eran verdes y muy ácidas y ya no podíamos esperar más, aunque fuese a costa de alguna reprimenda o coscorrón.
En esta segunda parte de la descripción de la cocina berciana, Javier intensifica sus recuerdos renaciendo con ellos la esperanza que alguien nos escuche para evitar que la grande industria y los cocineros obsecuentes nos lleven a la felicidad de comer con una cucharita un colorido mejunje con sabor a plástico, ‘free’ de todo lo que necesita al fin nuestro organismo. Siempre recuerdo a mi amigo Gianfranco, gran cocinero con fundamentos y mucha experiencia, cuando se invitaba él mismo a mi casa, pedía que yo hiciera una coliflor hervida, cortada de reconocida huerta con todas sus verdes hojas que la envolvían, simplemente condimentada con aceite de oliva, limón, algo de sal y pimienta. Pan hecho en casa y un modesto vino bueno. ¡Qué sabiduría!
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