| |
El engaño siciliano
Pirandello, Lampedusa, Sciascia y Bufalino son
los nombres más celebrados de la compleja y singular literatura surgida en la
isla de Sicilia. Vlady Kociancich revisa el vínculo de estos escritores con su
lugar natal y detecta en sus obras, tan distintas unas de otras, aquello que las
une.
En uno de los paisajes más bellos de Sicilia, en una redonda plazoleta
del camino que circunda a Giardini-Naxos, hay un monumento que recuerda el
arribo de los primeros griegos en el siglo VIII a.C. Una figura envolvente y
alada agradece en el texto a sus pies el mejor legado que Sicilia recibió de
Grecia: la libertad y la democracia. Las palabras son emocionantes; la Historia
las desmiente. Salvo alguna efímera excepción, estimulada por la ambición
política ateniense, la Sicilia de la Antigüedad sólo conoció tiranos y en el
sentido violento y cruel del término. En cuanto a la libertad, esta isla
condenada a la opresión, al despojo y al abuso que sufren todas las colonias
quedaría en promesas incumplidas, en un deseo sofocado por el peso de distintos
poderes extranjeros, por la carga de una resignación que poco a poco se irá
encauzando en un escepticismo natural y en una creencia que se arraiga con cada
inevitable derrumbe de ilusiones: la fatalidad.
Irónicamente, ilustrando ese silencio o reticencia que es el rasgo más acentuado
de una "tierra de luz y de duelo", como la llamó Gesualdo Bufalino, la figura
alada omite la verdadera y rica herencia griega que perdura hasta hoy: la del
arte, en sus templos milagrosamente conservados pese a la furia de las guerras y
de los volcanes; la de un tesoro de mitos y leyendas y, sobre todo, ante todo,
el gran legado de una curiosidad intelectual y metafísica que recorre una
historia tan escarpada como el viaje de Ulises por sus costas, una historia tan
misteriosa y fascinante como el canto de las sirenas que sólo él escuchó.
En el transcurso de los siglos, en la sucesión de invasores que fueron dejando
su marca cultural en esta codiciada isla estratégica -fenicios, griegos,
romanos, árabes, españoles, franceses-, nunca se borraría del todo la huella
literaria de Ulises. Cómo no percibir en la obra de autores sicilianos esa
soledad y ese carácter obsesivamente inquisitivo, la siempre riesgosa
exploración de las apariencias del mundo, la denuncia del engaño y su venenosa
magia de Circe, la desesperante y terca búsqueda de la verdad en una trama de
mentiras, la necesidad de un equilibrio entre la belleza y el horror, la
racionalidad y el delirio, la luz de la vida y la oscuridad de la muerte. Y la
inevitable amargura.
Hijo del caos
"Pienso que la vida es una triste bufonada, ya que tenemos en nosotros, sin
poder saber ni cómo ni por qué ni de quién, la necesidad de engañarnos
continuamente con la espontánea creación de una realidad (una para cada uno y no
siempre la misma para todos) que de tanto en tanto se descubre vana e ilusoria".
Quien escribió estas líneas melancólicas es el famoso dramaturgo y narrador
italiano Luigi Pirandello, nacido en Agrigento, Sicilia, una noche de junio de
1867, en una apartada campiña llamada Caos, donde sus padres se habían refugiado
de la epidemia de cólera que azotaba el país. "Literalmente hijo del Caos", como
apunta en un fragmento de su autobiografía, provenía de una familia rica, dueña
de una de esas minas de azufre cuyas miserias de explotación y de explotados
denunciaría otro escritor siciliano, Leonardo Sciascia.
A los veinte años, Pirandello se trasladó a Roma para seguir la carrera de
Letras y luego a Bonn, donde se graduó. En 1894 se casó con Antonietta
Portulano, quien le daría tres hijos. En esa vida de mediana apacibilidad
burguesa, entre estudios y clases, Sicilia se alejaba y se estilizaba en la
imagen de un pino solitario recortado en el azul del mar, (uno de los pinos
sarracenos de Caos bajo el que pediría ser enterrado), hasta que en 1903, esa
realidad dio un vuelco al precipicio de una pobreza antes inconcebible y a la
locura que sería el tormento y la inspiración de su obra. La mina de azufre se
desmoronó y con ella la fortuna paterna y la dote de su mujer. Antonietta leyó
la carta que anunciaba el desastre y perdió la razón. Un infierno de celos
paranoicos se instaló en la casa; otro, fuera de ella: la imposibilidad de
mantener una familia y pagar a los médicos que atendían a su esposa.
La única salida, resolvió Pirandello, era suicidarse. La duda o la repugnancia
de la muerte le impusieron una postergación. En ese umbral oscuro, empezó a
escribir sin un respiro para ganarse la vida, literal y frenéticamente,
colaborando en revistas, publicando relatos. No necesitaba salir en busca de
materiales de ficción. Estaban en él, en la memoria bien guardada de una patria
que parecía haberse diluido en los tramos de Bonn y de Roma y que ahora resurgía
con toda su fuerza, mezclando y uniendo los elementos de la tradición siciliana
con los de su drama personal, alquimia literaria que daría al mundo una versión
de la existencia atravesada por la imposibilidad de aferrar una sola verdad, una
sola certeza de su realidad y de la nuestra que nos consuele del hecho de ser
nada más que una partícula del caos, títeres del azar pendiendo de hilos
invisibles.
La realidad dislocada
Es por azar que en mi viaje a Sicilia en 1997 me alojo en este hotel de Giardini-Naxos,
en las proximidades de Taormina. Alguna vez fue una villa espléndida,
construida junto al mar, al que parece deslizarse en jardines, luego en rocas,
luego en un azul violáceo, en las puestas de sol cuando el mar toma el color del
vino, como el título de uno de los mejores cuentos de Sciascia. Hay voluptuosos
querubines de piedra entre arbustos de igual desmesura, sin espacio entre sí, un
barroco que convive con el folclore siciliano como el infaltable carrito de
madera fileteado con arabescos y figuras multicolores, antecesor de los viejos
carteles y viejos colectivos de Buenos Aires, una artesanía popular que evoca el
arte de la iluminación medieval de los libros. Y hay, para mi asombro, un
ascensor que parece hecho por Pirandello para ilustrar su concepto de una
realidad dislocada.
Mi habitación está en el cuarto piso. El antiguo ascensor sube lentamente. Tiene
puertas de reja, así que puedo ver el hall de cada piso y los veo, tan incrédula
que cuando llego al mío no salgo, aprieto el botón de descenso, subo otra vez.
Cada palier está amueblado como la sala de una casa de familia. Mesa, sillas, un
aparador, lámparas, cuadros, jarrones y carpetas. Sólo falta la gente. Pero no
es la misma gente, ni el mismo gusto, que ha decorado sin vivirlas estas
estancias fugaces que se ven desde un ascensor. Los cuatro planos de una
imaginaria vida doméstica difieren como cuatro vidas sueltas, desde el lujo de
una araña de caireles sobre mesa y sillas Luis XV, hasta la rusticidad de la
madera campesina y sus toques ingenuos, pasando por la severidad conventual de
paredes caleadas y sin adorno alguno.
No sé por qué esta excentricidad del hotel en vez de divertirme me acongoja.
Salgo al balcón y miro el mar, tan sereno y profundo. Y ahí, tardía y
caprichosamente, recuerdo que la primera pieza de teatro que leí o me leyeron, a
los diez u once años, fue Seis personajes en busca de autor, la más
original y aplaudida de las obras de Pirandello. Uno de mis tíos era actor de un
teatro independiente y cuando yo estaba enferma venía a distraerme, en traje de
escena y maquillado, recitando pasajes, explicándome un argumento. Ignoro qué
pude entender a esa edad, pero nunca olvidé el impacto de una máscara con
lágrimas de pintura negra y lo que me pareció aún más deslumbrante que las
metamorfosis de los cuentos de hadas: una familia que hablaba, discutía, sufría,
pero que no existía y que rondaba eternamente el teatro donde actuaba mi tío,
pidiendo que la representaran. Hoy me pregunto si el problema de la identidad,
la percepción de una realidad fragmentaria, la eterna búsqueda de un Autor que
repare las grietas del espacio y del tiempo en donde cae la frágil vida humana,
tan presente en la literatura argentina del siglo XX, no llegó aquí a partir de
esa voz de la literatura italiana.
Asomada al balcón del hotel, interpreto mi desazón como un eco de estas palabras
de Pirandello: "La verdadera soledad está en un lugar que vive por sí mismo y
que para nosotros no tiene huellas ni voz, y donde por lo tanto el extraño eres
tú". Sicilia siempre ha vivido por sí misma.
Construir teorías
"Soy una persona que está muy sola. De mis dieciséis horas de vigilia cotidiana
al menos diez las paso en soledad. Y no presumo de leer todo el tiempo. Me
divierto construyendo teorías", confiesa Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de
una sola novela, El Gatopardo . En la modestia y la tristeza de esta
confesión, hecha como al pasar y sin tomarse en serio, uno podría resumir no
sólo la conciencia del aislamiento sino el orgullo de una literatura que nace
entre cuatro paredes que dan al mar.
"Construyendo teorías" es una frase que Leonardo Sciascia (1921-1989), acérrimo
crítico de Lampedusa en el momento de la publicación de El Gatopardo ,
quien tendrá el coraje de retractarse años después, admitiendo la lucidez de esa
visión amarga de Sicilia, podría haber escrito para definir la arquitectura
intelectual de sus novelas policiales, la investigación histórica que sustenta
libros como El archivo de Egipto o los admirables ensayos de
Crucigrama . Como "una isla en una isla", se definió a sí mismo Gesualdo
Bufalino, autor de Las mentiras de la noche , espléndida novela que
transcurre, al igual que sus cuentos, entre un sueño nocturno y una vigilia que
es apenas una "verosimilitud" de la vida. Descubierto por Sciascia, Bufalino
(1920-1996) emergió en la vejez a la celebridad internacional, desde un
escondido pueblo, Comiso, que nunca dejó. Ahí estaban su biblioteca y su pasado
y ahí murió, en un accidente de ruta, no antes de lamentarse de que la fama lo
hubiera arrancado de la paz de su largo anonimato.
"Leer todo el tiempo" es una condición que reúne a estos escritores y los define
en el ámbito de la soledad, que recoge una costumbre siciliana de lecturas
exclusivamente privadas que durante siglos ha fluido entre invasiones, guerras y
catástrofes naturales como un río en un estrecho y zigzagueante cauce de piedra,
sin perder su frescura. Son lectores sus personajes, son personajes los libros
que citan. La literatura siempre está presente, sombra o luz, en sus ficciones,
como lo están el paisaje, la gente, el mar y el sol de una tierra que aun pasada
por el tamiz de la escritura no dejará de parecerles inasible y extraña.
En el ámbito novelesco de esta isla, donde desde siempre convergen la aventura,
el melodrama, el policial, el costumbrismo y el humor, uno de sus autores más
singulares es Giuseppe Tomasi (1896-1957), príncipe de Lampedusa, último
descendiente de una familia poderosa que llegó a la isla en el siglo XVI y fue
dilapidando su fortuna en una mezcla suicida de lujos sin fin, de pereza y de
renuncias místicas. En la infancia del escritor ya no quedaba más que una
interminable lista de títulos de nobleza, un palacio en Palermo (destruido por
un bombardeo en 1943) y otro en Santa Margarita de Belice, donde los Tomasi
pasaban los veranos, que inspiraría el esplendor de Donnafugataen El
Gatopardo .
Esos veranos de la niñez de Lampedusa, hijo único, tan suelto en la molicie de
la familia que sus padres sólo descubrieron que no sabía leer cuando cumplió
ocho años (una campesina del lugar le enseñó en pocos días), transcurrieron en
la magnífica biblioteca de aquel palacio. La lectura como juego y sin otro
propósito que el placer se convertiría en su más leal acompañante. Escribir,
como trabajar, estaba fuera de la consideración del mundo aristocrático en que
se había criado, pero no su curiosidad intelectual y su amor por la literatura.
El azar intervino en 1954, cuando su primo Lucio Piccolo ganó, con un excelente
libro de poemas que había enviado a Eugenio Montale, una invitación a un
congreso de escritores en el norte de Italia. Lampedusa lo acompañó. Un año
después le anunció a un amigo: "Estoy matemáticamente seguro de no ser más tonto
que Lucio. Así que me he sentado a mi escritorio y he escrito una novela". La
novela era El Gatopardo . El material que utilizó (la memoria de sus
ancestros, tan pródiga en personajes y lugares extravagantes, parte de la
memoria de Sicilia) fue investigado y observado durante medio siglo de esas
lecturas y teorías en soledad, en un ocio aparente. Aparente también la
nostalgia del poder de la nobleza desterrada. El mundo que describe el El
Gatopardo , con sus duques y príncipes, sus fastuosos palacios y su
inconmensurable soberbia encarnada en el protagonista, es tanto una denuncia de
la hipocresía y la rapacidad de la burguesía que surgía en 1860 como de la
corrupción y la ineptitud de la aristocracia a la que pertenecía Lampedusa. El
tema de fondo es la traición a la verdad y sus terribles consecuencias.
El engaño, la necesidad del engaño o su fatalidad, gira en la obra de Lampedusa,
de Pirandello, de Sciascia y de Bufalino como la Trinacria, el antiguo emblema
de Sicilia, la cabeza de Medusa con su extraña sonrisa de burla. Autores tan
dísimiles en su vida y sus libros coinciden en el mismo luto por la fugacidad de
la vida humana, por la pérdida de la verdad a cambio de ilusiones insostenibles.
Coincidieron también en ser parte de la mejor literatura de su patria.
Por Vlady Kociancich
Para LA NACION - Buenos Aires, 2006
La sombra del Gatopardo
El destino de El Gatopardo, en vida de Lampedusa, parece ilustrar la
desesperanza y la irritación ante el capricho de la suerte que impregnan las
páginas del libro. Enviado el original a la editorial Mondadori en 1956, fue
rechazado por su asesor, el novelista siciliano Elio Vittorini. En 1957, se
mandó una copia a la hija de Benedetto Croce, agente literaria, que no la leyó
ni respondió. Un librero amigo de Lampedusa hizo llegar otra a Vittorini, quien
además de asesorar a Mondadori dirigía la editorial Einaudi. En esos meses de
espera, a Lampedusa le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Internado en una
clínica de Roma, recibió la carta con la segunda respuesta de Vittorini.
Un rechazo definitivo que incluye una humillante lista de defectos: lenguaje
anticuado, desequilibrio argumental, abuso de lo ensayístico. Esa carta le llegó
a Lampedusa el 18 de julio, mientras corregía “El baile”, uno de los capítulos
magistrales de la novela. “Como reseña no está nada mal”, comentó irónicamente.
Murió pocos días después, el 23 de julio.
El Gatopardo se hubiera perdido sin una nueva intervención de la casualidad.
Elena Croce encontró el ya polvoriento original que había dejado en la portería
de la sede del Partido Republicano en Roma, le echó un vistazo, recordó que el
novelista Giorgio Bassani dirigía una colección de escritores contemporáneos en
la editorial Feltrinelli y, como no vio el nombre del autor bajo el título, se
lo envió comentando despectivamente que debía de ser la obra de alguna vieja
solterona siciliana. Bassani leyó las primeras páginas y quedó deslumbrado por
la historia y por el lenguaje. El Gatopardo se publicó y el éxito de la novela
fue arrollador e inmediato.
Pocos días antes de su muerte, a pesar de esos rechazos contundentes, Lampedusa
había dejado bien en claro, por escrito, su negativa a invertir un solo centavo
en la edición del libro. Prefirió que el azar se hiciera cargo. En esa última
voluntad, expresaba una fe que lo había sostenido a lo largo de toda su vida: la
fe en la literatura.
Atrás a La Cocina
Siciliana
|